humanidad sus ciudadanos”.
(Bahá’u’lláh)
“Los reclamos –afirma Chatterjee– sólo pueden radicarse como contestaciones dentro de un campo de poder”, cuya realización ha de devolver a las ex-colonias su “libertad de imaginación” para poder crear “nuevas formas del estado moderno” en base a “nuevas formas de la comunidad moderna” en la pugna histórica entre la “política de élite” y la “política subalterna” por edificar un régimen moderno de poder. Pugna en la cual sería “posible demostrar que el ‘universalismo occidental’, no menos que el ‘excepcionalismo oriental’, es apenas una forma particular de una conceptualización más rica, más diversa y diferenciada de una nueva idea universal” (p. 13).
Chatterjee en su análisis omite un aspecto de suma importancia en esta pugna: la razón por qué el “nacionalismo no tiene otra opción que no sea escoger sus formas de la galería de ‘modelos’ ofrecidos por las naciones-estado europeas y americanas”; por qué “la ‘diferencia’ no es un criterio viable” (p. 9). Y es que los mismos principios políticos y democráticos modernos que operan al interior de cada nación-estado, no son aplicados en las relaciones entre estos mismos fragmentos que constituyen la comunidad mundial de naciones. ¿Qué hay de los “términos institucionales de la vida cívica y política europea moderna (república, democracia, mayoría, unanimidad, elección, congreso, tribunal, etc.)” (p. 12) al referirnos a las relaciones entre las naciones-estado?
O es que debemos suponer que existe un conjunto de principios y modelos que deben aplicarse a la vida política interior a cada nación-estado, totalmente diferente al que deba necesariamente aplicarse a la conformación de las instituciones que operen y rijan a nivel supranacional? Sólo en este caso se podría concebir de un mundo en el que la democracia y el principio de derecho se aplican a nivel intra–estatal, mientras que la lucha libre sin reglas ni árbitro sea la norma en lo inter–estatal. En qué criterios científicos o racionales se basa semejante diferenciación?
El argumento más común contra las actuales propuestas, como la conformación de una federación mundial de naciones, recurre a la afirmación acientífica e irracional de que es “imposible” alcanzar, cuando todas las evidencias demuestran que sería más fácil que el paso ya tomado de la ciudad-estado a la nación-estado. ¿No será éste uno más de los “recursos justificatorios producidos por el pensamiento social post-Esclarecimiento” (p. 11), cultivado por los poderes occidentales con el propósito de precautelar la vigencia de su hegemonía mundial?
Tal vez una de las salidas de este atolladero se encuentra precisamente en la distinción que hace Chatterjee entre el dominio material, de la economía, política, ciencia y tecnología, y el dominio espiritual, de lo interior, la marca esencial de la identidad cultural. Según dicho autor, el nacionalismo comenzó con la búsqueda de la soberanía espiritual, mucho antes de iniciarse siquiera la lucha por la soberanía política.
Refiriéndose a esta primera fase, Chatterjee afirma que “si la nación es una comunidad imaginada, entonces es aquí donde inicia su existencia. En éste, su verdadero dominio esencial, la nación ya es soberana, aún cuando se encuentre en manos del poder colonial” (p. 6). Sin forzar demasiado la imaginación, se podría extrapolar el mismo principio a las etapas críticas cuando los pueblos lucharon por crear una identidad familiar, después una identidad tribal, más tarde una identidad feudal y, finalmente, una identidad nacional. Es decir, ha sido necesario interiorizar cada etapa de la evolución social a nivel espiritual o interno antes de crear las instituciones necesarias para encarnarla en el ‘dominio material’.
De la misma forma, tal vez la siguiente etapa lógica en el proceso de evolución social – la de la unificación de la comunidad mundial de naciones – deba ocurrir primero en el dominio espiritual e interior: el desarrollo de una identidad generalizada de ciudadanía mundial, en la que la pertenencia al planeta tierra sea tan importante como sus orígenes nacionales, étnicas, familiares, etc.; en la que la persona ya no se identifique como perteneciente a una supuesta “raza ecuatoriana”, “raza chilena”, o “raza española”, sino a la “raza humana”.
Las coyunturas históricas de la última centuria han venido forjando esta nueva identidad en las mentes y corazones de los pueblos del mundo, a la vez que han obligado una construcción correspondiente de nuevas instituciones internacionales y supranacionales. Tal vez lo que sea necesario para apresurar este proceso es promover activamente el concepto de ciudadanía mundial, que un mundo unido no es sólo posible sino necesario.
Los indígenas de las grandes llanuras de Norteamérica tenían la creencia de que, antes de poder lograr cosa alguna en el mundo tangible, era necesario primero soñarlo con suficiente fuerza. Pues una vez creado en el mundo espiritual, era sólo cuestión de tiempo para que se manifestara en el mundo material. Las colonias soñaron una nación y lo consiguieron. Es tarea de la actual generación, desde sus fragmentos nacionales, soñar un mundo unido donde el poder del voto reemplace al de las bombas.
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