Identidades Femeninas Indígenas
“En su concepción tradicional y competitiva, el poder es tan ajeno a las necesidades del futuro de la humanidad como pueden serlo las técnicas de locomoción ferroviaria a la tarea de poner satélites espaciales en órbita”.[1]
En la etapa positivista de la gestión de las ciencias sociales, éstas procuraban salir de sus respectivas filosofías matrices y proyectarse como disciplinas empíricas en su propio derecho. La premura de este trabajo significó que a veces se tomaran atajos epistemológicos, incluyendo el de tomar prestadas las teorías que estaban de moda en otras ramas del saber – ellas mismas recién en pañales – para fundamentar sus propios análisis. Muchas décadas más tarde, cuando dichas teorías ya habían sido reemplazadas por otras más acordes con la realidad, las ciencias sociales habían reunido un gran cúmulo de conclusiones abstraídas en base a unos cimientos teóricos que ya no se consideraban válidos en sus ciencias de origen.
Un caso clásico de esta tendencia reduccionista es la política o ‘politología’ que, con su accidentada historia como ciencia, en pleno siglo XXI aún no ha superado plenamente su carácter originario de filosofía ni se ha librado de las pesadas cadenas de la ideología. En su afán por cientificar su imagen entre las disciplinas reconocidas como tales, la política tomó de la física newtoniana su enfoque positivista, materialista, mecanicista y determinista; de la biología el mal-llamado “darwinismo social”; y de una naciente psicología ciertos supuestos acerca de la formación de las identidades. Aunque hace mucho ya que muchos de estos conceptos fueron relegados al tacho de aquellas teorías cuya vida útil ha caducado, no obstante entre ciertos politólogos siguen sorprendentemente vigentes.
Un ejemplo de esto es la ‘democracia radical’ de Chantal Mouffe (1999),[2] politóloga francesa. Como otros tantos, define a la política como “relaciones de fuerza”, es decir, la pugna por el poder, pese a que ha sido demostrado que las relaciones de tipo ganar–perder constituyen un ‘juego de suma cero’ o de ‘suma negativa’ que a la larga no benefician a ninguno de los jugadores. Mouffe intenta fundamentar este supuesto mediante una pirueta etimológica muy creativa e imaginativa, haciendo que el vocablo ‘política’ se derive del griego pólemos, ya no de la raíz polis.
Habiendo establecido este dudoso hecho, Mouffe procede a prevenir contra el establecimiento de los “acuerdos racionales sin exclusión” (consensos de tipo ganar–ganar o de ‘suma positiva’, los cuales atribuye sin más al ‘modelo liberal-democrático’), por considerarlos “peligrosos para la democracia”. En este sentido, argumenta que “la desaparición de la oposición entre totalitarismo y democracia…puede conducir a una profunda desestabilización de las sociedades occidentales”, por cuanto “la identidad de ésta [democracia] depende del otro [totalitarismo] que lo niega” (p. 12-13).
Para afirmar esto, Mouffe se basa en la noción del “exterior constitutivo”, es decir, que “toda identidad se construye a través de parejas de diferencias jerarquizadas”, o sea que “la condición de existencia de toda identidad es la afirmación de una diferencia, la determinación de un ‘otro’ que le servirá de ‘exterior’”, pues “para construir un ‘nosotros’ es menester distinguirlo de un ‘ellos’” (pp. 15-16). Tampoco asienta ninguna evidencia clara que apoye este último supuesto, sino que se limita a repetirlo ad nauseum, ora en una forma, ora en otra, como si por su mera multiplicación en el papel cobrara mayor fuerza. Deja por sentado que esta ‘identificación por oposición’ es la única dinámica que actúa en la formación del auto- concepto individual y colectivo, para luego basar toda su exposición posterior sobre este sofisma traído de una psicología ya caduca.
Mouffe no parece haber leído a psicólogos más recientes que Freud, como por ejemplo Erik Erikson,[3] quien indica que la identidad es formada principalmente por sus tempranas relaciones con las personas significativas en su vida, las cuales lo otorga una autoimagen individual y colectiva, así como una creciente consciencia de pertenencia a una comunidad más amplia y de sus roles como miembro de ésta. La identidad personal se forma en una relación complementaria con la identidad grupal. Ésta es nutrida por un ideal que representa sus cualidades, ‘prototipo histórico’ o cultura colectiva. La persona más importante en este proceso es la madre, quien desempeña un rol decisivo en la formación de la identidad tanto individual como colectiva.
En realidad, la tendencia a forjar identidades en base a la exclusión del ‘otro’, constituye parte del problema, no de la solución, siendo fuente de nacionalismos, xenofobias, sectarismos y prejuicios de género. Además, en vez de resultar en el auto-conocimiento, lleva al autoengaño mediante la proyección de lo indeseable de uno mismo en ese ‘otro’. Fernández (2003) analiza la creciente fricción racial entre magrebíes y autóctonos en territorio español, donde y aquellos son perseguidos por fechorías que cometen éstos por igual. Observa que: “La caza de ‘El Otro’ suele ir precedida de toda una sedimentación de ideas xenófobas de diversa naturaleza, que asocian los contenidos de todo lo indeseable con los que vienen de afuera” (p. 343). De este modo y bajo estas circunstancias, “se vive lo extraño como amenaza” (p. 345). Concluye Fernández que el ver lo negativo en el ‘otro’ únicamente es positivo en tanto y cuanto sirva de espejo de nuestros propios errores: “El que sea común no lo hace deseable, pero a veces es preciso enunciar lo aberrante en el de afuera para ver que lo aberrante lo tenemos en nuestra propia casa” (345).
Es hora ya que los cientistas sociales dejemos de basar nuestros análisis en especulaciones traídas desde los albores de otras ciencias y que comencemos a fundamentar nuestros argumentos sobre observaciones reales en el campo. Es el propósito de este pequeño ensayo demostrar como tres autoras diferentes han identificado en sus estudios otros mecanismos – distintos al de la identificación mouffeana por oposición al ‘otro’ – por los cuales se forjan las identidades de diversos grupos de mujeres indígenas.
El primero es un estudio por Blanca Muratorio (2000) sobre el cambio social y cultural en el Alto Napo de la Amazonía ecuatoriana. Observa como los pueblos indígenas, especialmente los jóvenes, han sido objeto de intentos por parte de los misioneros de ‘civilizarlos’, del Estado por legislar su vida, de las empresas y los colonos por incorporarlos a la economía de mercado, de las nuevas tecnologías de comunicación por atraerlos hacia el consumismo (reforzado por sus coetarios), de las organizaciones indígenas (apoyadas por la fuerza política) por ‘esencializar’, ‘objetivizar’ o ‘estereotipar’ su identidad como indígenas y como mujeres y, finalmente, de sus parientes mayores por retenerlos dentro de un transitado camino tradicional. En el “complejo proceso de formación de la identidad” y ante el embate de estos mensajes conflictivos, “algunos jóvenes de ambos sexos están tentativamente tratando de recobrar una cultura supuestamente ‘original y prístina’, mientras que otros están empeñados afanosamente en una amnesia cultural” (p. 241).
Dentro de este proceso, las abuelas dan forma a su propia identidad mediante el canto y la narración selectiva de sus recuerdos. A diferencia de otras influencias que pretenden imponerse a la fuerza, estas abuelas emplean el poder del amor y el cariño, cultivando una ‘relación muy cercana y tierna’ con sus nietas. Comparan la educación de éstas con la labor del agricultor: “No podrás nunca hacer crecer las plantas con violencia, siempre tienes que hablarles despacito” (p. 254). De este modo siembran en ellas ciertos ideales referentes a las destrezas propias de la mujer: criar con cariño y cuidado a los niños, producir y preparar la comida, lavar el oro, relacionarse socialmente, etc. A fin de reforzar estas actividades, las mujeres indígenas buscan los atributos de diferentes seres vivos para “dotar y forjar su propia samai (espíritu)”, hasta que formen parte integral de su propia identidad – la allihuarmi, mujer trabajadora y generosa, la sabiruhuarmi: mujer hermosa y sabia. La reputación ganada por la mujer con su trabajo ético y estético, es tan importante que se ve continuamente puesta a prueba en público. Se considera la “belleza de una chacra bien cultivada – y productiva – como un atributo de su propia identidad, como una metáfora de su propio ser” (p. 246).
En suma, estas mujeres indígenas no sólo se definen por contraste al otro (como se manifiesta en el temido insulto carishina, “como hombre”), sino que además y especialmente buscan incorporar dentro de su identidad a aquellos ‘otros’ que poseen los atributos deseados.[4] Estos poderes no se desean para individuarse del ‘otro’ ni explotarlo, sino para poder aportar cada vez más al bienestar general del ‘nosotros’ colectivo. Existe un “carácter intersubjetivo de la identidad” (p. 260) que va mucho más allá de la mera definición del ser por lo que no es.
La manera como otros tratan a una persona, también puede influir fuertemente en la formación de su identidad. Ursula Poeschel-Renz (2003) analiza los sucesos de violencia, opresión y humillación que dejan huellas y referentes en la memoria individual y colectiva de las mujeres salasacas. Observa que factores históricos como el hambre, la sobrecarga de trabajo, los abusos verbales, físicos y sexuales, han marcado su identidad como mujeres e indígenas, su autoimagen, su autoestima y sus proyectos de vida. Muchas de ellas no lo reconocen como maltrato, sino que se acusan a sí mismas por el abuso recibido, con las consecuentes heridas psíquicas y sentimientos de degradación y humillación, desvaloración y dependencia, sumisión y obediencia infantil, drenando sus recursos emocionales y afectando su capacidad de funcionar adecuadamente en el mundo (pp. 110)
Estas actitudes adquiridas suelen ser transmitidas, al llegar a ser madre, a sus descendientes femeninos, ya sea de manera verbal o no verbal, consciente o inconsciente, a través de patrones socioculturales. Todo ello confluye para formar una identidad colectiva de ‘mujer indígena’ que se esencializa y estereotipa en el imaginario propio y ajeno. En este caso, la eliminación del factor externo del ‘taita diablo blanco en forma de patrón’, tanto desde afuera por los cambios sociales ocurridos como desde adentro mediante el ejercicio de la memoria selectiva, no destruye su identidad (conclusión lógica del concepto de identificación por oposición), sino que la rescata de una extinción inminente. Más bien, emplean ‘estrategia del silencio’ y la facultad de olvidar para precautelar la identidad, pues constituyen “una especie de clemencia… para bajar las tensiones, aliviar el embotellamiento emocional, suprimir los sentimientos de culpa y de vergüenza, de ansiedad inexplicable, de ira y de hostilidad, para asegurar la reconciliación interna… [y] tranquilizar esta pesada carga emocional (p. 116).
Empero, así como el trauma del maltrato puede destruir la identidad de una persona, el cariño y buen trato puede fortalecerla, como observó Muratorio en el trato de las abuelas a sus nietas. También en el estudio de Poeschel-Renz, las hijas se identifican con sus abuelas y madres, de cuyas palabras y acciones aprenden lo que significa ser buena mujer, buena esposa y buena madre. Los ideales femeninos impartidos, que más coinciden con la ‘sociedad patriarcal nacional’, incluyen “paciencia, altruismo, ser sacrificada y abnegada,…cuidar y tener más en cuenta las necesidades de los otros que las suyas propias,…que sea sumisa y obediente; dócil, pasiva y paciente; comprensiva y generosa; que tenga pudor, que sea fiel al esposo y que se lleve bien con sus parientes políticos” (pp. 113-14).
Otras cualidades que en la sociedad occidental se asocian más bien con la identidad masculina, son necesarias para su “participación en los asuntos comunales y el comercio a pequeña escala” e incluyen la “capacidad de organización, experiencia, conocimientos y dedicación, energía, fuerza y resistencia física y moral, movilidad, compañerismo, solidaridad y destrezas profesionales especiales”. Construyen su autoestima a través de “esquemas de acción e interacción, valorizados por su grupo de referencia” (pp. 114-15).
Es decir, la autoimagen positiva de la persona se basa en su capacidad para aportar a la totalidad, más no en su poder para conquistar y explotar a otros, como lo prefieren ciertos politólogos: “Colaboramos con nuestros maridos de igual a igual porque ellos solos no podrán” (p. 115). Y cuando desaparecen esos ‘otros’, cuando se ausenta el marido o se mudan los hijos grandes, “su vida pierde el sentido que le había otorgado sus roles tradicionales para la configuración de su identidad” (p. 117).
Este cambio, sin embargo, no significa el fin de su identidad, sino que constituye una crisis inauguradora de una nueva etapa en la evolución de su auto-concepto, pues “la construcción de la identidad femenina es un proceso multideterminado, compuesto por elementos complejos que se articulan entre sí” y su formación “no es universal sino multifacética y cambiante”, un proceso en el cual “cada generación reescribe su historia para darse otro pasado en función del porvenir” (p. 118-19).
Es interesante el contraste entre estas modalidades de construcción identitaria y los resultados de las investigaciones de Marilyn Strathern entre las Melanesias (1984).[5] Según ellas, aspectos de la identidad como el parentesco y género son efectos, no el origen, de las relaciones. Las personas nacen con una identidad completa, de la cual van desprendiendo diversos aspectos que hacen circular como dones, a fin de ampliar su red de relaciones y lograr determinados efectos en el mundo. Al objetivarse estos aspectos donados, la persona adquiere una identidad por virtud del efecto que surten en otros. Así, la identidad objetiva del ‘dividuo’ melanesio parte de su relación con otros y el reconocimiento de éstos, no de algo inherente en sí mismo.
Strathern contrasta esta dinámica con la occidental, según la cual la persona nace incompleta y pasa la vida luchando por acumular una identidad ‘individual’ y subjetiva, a modo de una posesión adquirida, dentro de una jerarquía de relaciones de dominación – sumisión y mutua explotación. A diferencia de este proceso melanesio de socialización por objetivación, el occidental forja su identidad mediante su individuación por subjetivación, lograda a través de una “dolorosa separación de las relaciones sociales culturalmente significativas” (Muratorio 1999: 238). Este análisis arroja una importante luz sobre la génesis de las teorías de conflicto, competencia y pugna de poderes que predominan en las teorías sociales, políticas y económicas de origen occidental, como la de Mouffe.
Para resumir, entonces, hemos visto diversas formas como las personas forjan su identidad en la vida real. En unos casos, se toma una actitud pasiva o receptiva ante el embate de identidades alternativas que vienen desde afuera, ya sean las heredadas de las madres y abuelas; las impuestas por otros grupos a la fuerza, o simplemente dejando que la forma como otros nos ven y tratan determine nuestra autoimagen. En otros casos, vemos a personas activa y proactivamente buscando afirmar una identidad propia, ya sea tratando de asumir una identidad extraña por considerarla más atractiva que la autóctona, o rechazando una identidad impuesta o atrayente y luchando por rescatar una cultura tradicional que se pierde. En pocos casos hemos visto que una persona se defina a sí misma por lo que no es. Con más frecuencia hemos observado que existe una tendencia a la identificación por 'comunión con el otro' que por ‘oposición contra el otro’, que las personas más bien buscan en el exterior elementos que puedan incorporar a su propia identidad, y que el cariño, la ternura y la enseñanza de valores e ideales surten mayor efecto en la construcción de una identidad positiva que la fuerza, las increpaciones y la violencia.
Si la identidad no surgiese desde adentro del individuo o de su grupo – si proviniese siempre de afuera – entonces su fragilidad nace de la dependencia de lo que son, no son, quieren que seamos o no seamos los demás. Entonces sería cierto que un grupo perdería su identidad al desaparecer otro grupo con el que se relacionaba. Sin embargo, si el propósito del grupo no fuera luchar con el otro por el poder, sino emplear sus fuerzas internas para contribuir su parte al desarrollo del bien común, entonces los cambios en su entorno no lo destruirían, sino que lo desafiarían a reformular sus estrategias y repensar su rol en el mundo. Su identidad como miembro de una comunidad más amplia no se acabaría, sino que simplemente se modificaría el enfoque de su aporte a esa comunidad.
En todo caso, ha quedado claro que no se puede aceptar la sobre-simplificación mouffeana de la dinámica inherente en la génesis y subsiguiente evolución de identidades. No es suficiente saber lo que NO se es para haber comprendido y asimilado plenamente lo que SI se es en todas sus dimensiones y complejidad. Aunque una persona pasara su vida entera conociendo la infinita gama de lo no es, esto no bastaría para captar la plena riqueza de lo que significa un ser humano. Una identidad, por tanto, jamás se puede construir sobre el pantano lo que NO somos, sino sobre los cimientos sólidos de lo que SÍ somos; y esto se forja con sudor y lágrimas, se cuestiona y se reconstruye constantemente a lo largo de la vida. Al decir de los Chitapampenses, “está en proceso” (Cadena 1996: 198). Además, el saber quién o qué soy requiere de un proceso paulatino de descubrir el potencial latente en mí, el cual sólo se conoce al desarrollarlo en el servicio a la colectividad, como el manzano que demuestra su especie por los frutos que es capaz de producir.
Lo importante de esta discusión, sin embargo, aparte de su aplicación individual, es sus implicaciones para la vida colectiva o política. En Mouffe, esto significa promover un “agonismo” (relación amigo / adversario) como alternativa moderna y “domesticada” al antagonismo (relación amigo / enemigo), para que la campaña electoral y el voto lleguen a reemplazar el derramamiento de sangre como medio de resolver los conflictos supuestamente inherentes a la vida sociopolítica (pp. 11-13). La lamentable pobreza de esta propuesta es representativa de la agonía de una teoría política atrapada en las cadenas de unas ideologías[6] que se apoyan a su vez en el copismo epistemológico mencionado al inicio de este ensayo.
Mouffe afirma acertadamente que “es urgente redefinir la identidad democrática y eso no puede hacerse sino a través del establecimiento de una nueva frontera política” (p. 12). Estamos de acuerdo, pero no limitemos nuestros horizontes a meramente cambiar antagonismo por agonismo. Tengamos la valentía de apuntar más alto aún. Aprendamos de las mujeres indígenas que la democracia no necesita ser una pugna de poderes entre actores en conflicto. Fomentemos con ellas una dinámica mediante la cual cada persona y grupo visualiza la identidad ideal que desea para sí mismo(a) y lucha por transformar su vida acorde con ella. Exploremos la posibilidad de forjar identidades comunes y relacionales en base a la construcción de respuestas a los problemas, las necesidades y las aspiraciones de cada grupo humano en cada entorno físico y temporal. Así la democracia podrá significar que cada individuo y grupo se defina más por los singulares aportes que es capaz de hacer a la sociedad toda, dentro de sus diversos y cambiantes roles, que por aquello que puede sacar de ella mediante la explotación mutua en relaciones de dominación–sumisión.
Queda de tarea para una nueva y más esclarecida generación de politólogos desentrañar las implicaciones políticas de esta ‘complementariedad identitaria’ y determinar qué mecanismos habrá que crear para encarnar sus principios en instituciones más democráticas y más acordes con la realidad de los seres humanos.
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA
De la Cadena, Marisol: Las Mujeres son más Indias. En Ruiz-Bravo, Patricia, (Ed.), Detrás de la Puerta – Hombres y Mujeres en el Perú de Hoy. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 1996, pp. 181-202.
Fernández Rasines, Paloma: Trayectorias migratorias y la ficción de la masculinidad hegemónica. En Bretón y García, Estado, etnicidad y movimientos sociales en América Latina. Barcelona: Icaria Editorial, 2003, pp. 319-346.
Harvey, Penny: Los “hechos naturales” de parentesco y género en un contexto andino. En Denise Arnold. Gente de carne y hueso: Las tramas de parentesco en los Andes, 1998, pp. 69-82.
Mouffe, Chantal: El Retorno de lo Político – Comunidad, Ciudadanía, Pluralismo, Democracia Radical. Barcelona: Paidós, 1999.
Muratorio, Blanca: Identidades de mujeres indígenas y política de reproducción cultural en la Amazonía Ecuatoriana. En Andrés Guerrero, Etnicidades, Quito: FLACSO, 2000, pp. 237-266.
Poeschel–Renz, Úrsula: Las Marcas de la Violencia en la Construcción Sociohistórica de la Identidad Femenina Indígena. En Rivera Vélez, Freddy (Ed.), Ecuador Debate 59. Quito: Centro Andina de Acción Popular (CAAP), 2003, pp. 103-122.
Strathern, Marilyn: Domesticity and the Denigration of Women. En O’Brien y Tiffany (eds.), Rethinking Women’s Roles: Perspectives from the Pacific. Berkeley: University of California Press, 1984.
Weismantel, Mary: Alimentación, género y pobreza en los Andes Ecuatorianos. Práctica: Vida en la cocina. En Herrera, Gioconda: Estudios de Género. Quito: Flacso, 2001, pp. 81-114.
NOTAS:
1. Cita de “Prosperidad Mundial” (parte VI), declaración presentada por la Comunidad Internacional Bahá'í, ONG mundial con estatus consultivo ante varios organismos de las Naciones Unidas, con ocasión de la Cumbre de la Tierra en 1995. Véase en el Internet, con URL de la versión en inglés: http://bahai- library.com/?file=bic_prosperity_humankind.html
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2. Incluida como lectura obligatoria dentro del curso de Epistemología dictado por el profesor Mauro Cerbino, seguramente como buen ejemplo de lo que NO se debe hacer.
3. Este resumen de las ideas de Erikson es adaptado del tratamiento que se le da en Poeschel-Renz (2003), pp. 111-12.
4. Incluso, las abuelas se lamentan de que este mismo proceso se está presentando en sus nietas respecto a la cultura del consumismo.
5. Este resumen es tomado de un análisis en Harvey (1998: 72-3).
6. Esta no es una crítica sólo a la tendencia socialista de la Mouffe, sino también al capitalismo que se fundamenta en muchos de los mismos supuestos prestados de teorías ya caducas, aunque proponga métodos un tanto diferentes. Para un tratamiento más cabal de este tema, véase los apuntes inéditos de una conferencia dictada por el presente autor, titulada: “¿Y después del Socialismo y Capitalismo… qué? – Aportes a la Búsqueda de Nuevas Alternativas Socioeconómicas”.
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