lunes, octubre 18, 2004

Victimados y Esperanzados

Análisis Crítico del Mural de Guayasamín en el
Salón Principal del Congreso Ecuatoriano

Todos los pueblos han sido víctimas y victimarios, conquistadores y conquistados; y no es razonable guardar rencores y resentimientos por cosas que proceden de generaciones por siglos separadas...
Los resentimientos son como tomar veneno y
esperar que el otro muera.
(Ferrand 200: 6)





En la construcción cultural de las naciones latinoamericanas en su calidad de ‘comunidades imaginadas’ (Anderson 2000), ha desempeñado un rol preponderante un aspecto de su idiosincrasia heredada, que podría describirse como una especie de ‘fatalismo colectivo’.[1]

Por lo menos dos son los elementos fundamentales de esta mentalidad. Por un lado está la sensación popular de ser ahora, o de haber sido alguna vez, víctimas de las circunstancias y, más particularmente, de fuerzas enemigas que, desde adentro o afuera de la nación, han agredido al pueblo, robándolo de aquello que por herencia o derecho era suyo.

Por otro lado se destaca un sentimiento de desear mantener viva la tenue llama de la esperanza de que algún día, por obra y gracia de un libertador idealizado, ya sea en forma de salvador divino o político redentor, las masas hambrientas serán rescatadas de su miseria y elevadas a la posición que por justicia les corresponde.

Estos imaginarios han sido ampliamente aprovechados por los políticos populistas de turno, quienes por un lado lanzan ataques verbales y ‘correazos’ contra victimarios reales o imaginados, presentes o ausentes, actuales o pasados, y por otro lado ofrecen de manera paternalista sacarle al pueblo de su degradación y devolverle la calidad de vida y dignidad que ha perdido. Son precisamente estas dos actitudes hacia la vida – la rebeldía y la súplica – las que más caracterizan el fatalismo.

La primera consiste en el reclamo contra quienes nos han hecho daño, mientras la segunda significa pedir de alguna fuerza superior – ya sea política o divina – la salvación de nuestros males. En ambos casos, todo lo que nos sucede, tanto lo bueno como lo malo, proviene de afuera. No hay cabida para el concepto de tal vez estar pagando el precio de nuestros propios errores, ni de poseer en nuestro interior la capacidad de construir un futuro mejor por esfuerzo propio.

Si se acepta a la nación como una ‘comunidad imaginada’ al decir de Anderson (2000), es decir un colectivo cuya naturaleza y existencia misma depende de cómo es percibido, se aprecia la importancia de elegir cuidadosamente las imágenes que la representa. Pues toda modificación en el imaginario de tal comunidad necesariamente irá acompañada de un cambio correspondiente en la nación en sí.

En realidad, este hecho ha sido aprovechado por poderosos imagineros de turno a lo largo de la historia del Ecuador. Tan útil les ha resultado la perspectiva fatalista en facilitar la manipulación de la voluntad de las masas, que el mito del pueblo victimado y esperanzado ha sido celosamente cultivado por dichos imagineros y sus contratistas, en obras de arte que impactan fuertemente en la mente colectiva.

Un clásico ejemplo de esto es el trabajo socio-catártico del afamado artista ecuatoriano Guayasamín, en general, y su enorme mural titulado “Imagen de la Patria” que domina el salón principal del Congreso Nacional del Ecuador, en particular. Sin pretender restarle méritos a tan ilustre personaje ni a la ‘comunidad imaginada’ representada en sus obras, de todos los abordamientos posibles se ha elegido para este breve ensayo un enfoque negativista, a modo de ‘abogado del diablo’, con el único afán de traer a la reflexión y el diálogo en torno a los mismos un ángulo inusitado de análisis.

El primer impacto visual de la obra es producto de su selección y combinación de colores. La abundancia de rojos, anaranjados y amarillos infunden una reacción inicial de alarma y advertencia: ¡Alerta! ¡Peligro! Entreverados estratégicamente entre éstos se encuentran los grises, pardos y negros, alusivos a la muerte, agonía, angustia y pesadilla.

De este modo, sin siquiera analizar el contenido pictórico de la pintura, ya se ha montado el escenario para generar en el observador una sensación de tensión y temor, preparándolo para recibir el ataque de un enemigo no identificado y predisponiéndolo para una clásica reacción de lucha o huida, tan ajena a la filosofía de quienes propugnan una actitud de proactividad ante la vida. Con razón muchas sesiones realizadas aquí se caracterizan por la exaltación emocional.

Una segunda impresión la producen en el observador sus veinte paneles en cinco planos: una sensación de fragmentación que se acentúa al acercarse, pues los rostros y cuerpos están en distintos ángulos, sin eje referencial ni centro focal, como si cada uno de sus dueños estuviera empeñado en un propósito distinto u opuesto.

Inclusive dentro de una misma figura, los miembros, las articulaciones y facciones evidencian una inconexión desconcertante: rostros hacia un lado con miradas hacia otro, ojos virolos o estrábicos, una cara que se separa en dos, cabezas mutiladas y sin cuerpo, miembros esqueléticos, articulaciones convulsionadas y distorsionadas, etc. Esta característica parece expresar la disyuntiva social que forma parte del fatalismo colectivo: los elementos existen por un azar del destino y carecen de toda unidad orgánica que daría sentido al conjunto. Su coincidencia en el tiempo o el espacio es mera casualidad, habiendo sido reunidos de modo artificial dentro del campo visual formado por la obra mediante el acto creativo del artista.

El efecto es de una avalancha de ‘hechos’ sin relación alguna entre sí, desprovistos de origen común y de propósito compartido, y sobre los cuales no ejerce control alguno el espectador. En consonancia con el pensamiento fatalista, simplemente están allí y hay que aceptarlos por lo que son.

En cuanto al contenido mismo del mural, en la parte inferior y hacia los extremos se aprecia la mayoría de imágenes de muerte y dolor, angustia y terror, cuya disposición espacial evoca el Infierno de Dante. Aquí, en el templo legislativo, suspendido sobre el altar de la ley, es el pueblo el que cuelga, desnudo y sangrante, de la cruz del opresor.

Predominan el llanto y dolor, el odio y la venganza, la sangre y enfermedad, la tortura y esclavitud, la desnudez y el hambre. Es como si al fondo de una sociedad plagada de injusticias se acumulara un craso sedimento, fruto de una serie de graves crímenes de lesa humanidad. Una leyenda habla de un pueblo desgraciado, de jóvenes humildes y de un tirano. Algún opresor externo a este sector debe haber sido culpable de tanto sufrimiento: no puede haberse producido por generación espontánea, ni sus víctimas parecen haber sido capaces de infligirlo en sí mismos.

No se plantea propuesta constructiva alguna. La identidad imaginada de un pueblo convencido de haber sido – y de seguir siendo – victima de un opresor proveniente de afuera, constituye una parte importante del fatalismo colectivo y obra contra la posibilidad de que el pueblo asuma su propia condición y busque dentro de sí las fuerzas necesarias para construir un destino diferente.

Estas imágenes subyacentes de dolor pasan casi desapercibidas al inicio, pero como el subconsciente, establecen los fundamentos subliminales para el resto de la experiencia. Es más bien la parte central y superior la que salta a la atención primero. Aquí, en el mayor acercamiento de la obra, dos manos se levantan desde su lecho de miseria hacia un sol. Son manos “casi místicas, casi rebeldes” (Egüez 1998: 3), representando así, una vez más, las dos características de súplica y pugna frente a fuerzas externas.

En cuanto al sol, representa el recuerdo de un glorioso pasado ya perdido. Al decir de Egüez: “tiene la simbología de los hombres del Reino de Quito y expresa su relación familiar, social y con el cosmos. Sus ocho haces de luz reflejan su relación con el universo; el cuadrado al hombre y el círculo interior a la mujer. Esta concepción integral evidencia el respeto que tenían los hombres a la naturaleza y a sus congéneres” (1998: 3). Por encima de todo está el cóndor, símbolo patrio (y militar) por excelencia, sus alas extendidas para cobijar a todos, un ojo vigilando la tierra del quehacer diario y otro escudriñando el cielo de los ideales. Un letrero a la izquierda promete que “Un día resucitará la patria”.

El mensaje es claro: fuimos una vez un pueblo grande y noble, pero algún opresor nos robó todo, hasta la dignidad humana. Con tan solo librarnos de la mano opresora, volveremos a ser como antes. Para ello esperamos a un nuevo libertador que nos devuelva lo perdido. Ese libertador será representativo de los más altos valores de la nacionalidad ecuatoriana (es decir, probablemente obre a través de estructuras existentes).[2]

Otro aspecto del mural es los rostros de personajes patriotas: la cabeza decapitada y sangrienta de Rosa Zárate al lado del panel con Dolores Cacuango, Manuela Cañizares y Manuelita Sáenz. Éstas están púdicamente separadas del panel de Juan Montalvo, Eugenio Espejo y Vicente Rocafuerte.

Al otro lado está un panel individual de Eloy Alfaro en la hoguera. Aunque aparentemente la presencia de estos próceres contradice la tesis del presente ensayo, por representar el esfuerzo por construir un país mejor, una revisión somera de la descripción de la obra de estos personajes demuestra que ha sido interpretada en consistencia con el fatalismo. Por ejemplo, según Eduardo Egüez (1998: 4-8) y José Félix Silva (1988: 51-64):
- Rosa Zárate es “una de las personalidades más sobresalientes en la lucha contra la dominación extranjera”, siendo victimada “como escarmiento para los patriotas quiteños que osen levantarse contra el colonialismo español”;
- Dolores Cacuango se rebeló contra una “vida de miseria y espantosa servidumbre” para “reivindicar los derechos de los indígenas”;
- Manuela Cañizares “conquistó un puesto culminante entre los próceres del 10 de agosto” que depusieron al regente español y proclamaron la libertad;
- Manuelita Sáenz fue la “inquebrantable” “libertadora del libertador” Simón Bolívar;
- Juan Montalvo blandió su “fulminante pluma que combatió sin descanso a tiranos y traidores”, siendo un “infatigable combatiente contra la tiranía, la injusticia y la traición, enemigo acérrimo de fanfarrones y farsantes”;
- Eugenio Espejo “asesta un franco golpe a las creencias religiosas de la época” con sus descubrimientos médicos y “denuncia sistemáticamente la explotación a la que estaban condenados” los indígenas;
- Vicente Rocafuerte, “formidable intelectual”, “alzó su voz en protesta viril por el atropello de los legisladores” y luchó contra “el latrocinio de los fondos públicos”;
- Eloy Alfaro, el “insobornable” e “inquebrantable” “ideólogo de hombres libres”, “representa al infatigable revolucionario”, perseguido por “los conservadores, la iglesia y los liberales tránsfugos”.

De este modo, siguiendo con un supuesto fundamental del fatalismo colectivo, a los ojos del imaginero de la historia ecuatoriana, no sólo se hace caso omiso a los héroes cotidianos que día a día construyen la patria con el sudor de su frente (pese a la leyenda “los trabajadores son la esperanza”), sino que a los pocos grandes se les recuerda más por sus luchas ‘en contra de’ que por sus esfuerzos ‘a favor de’: son libertadores, no edificadores. El pronunciamiento alfarista “Todo, menos la dictadura”, blasonado en letras doradas, lo confirma: sabemos lo que no queremos; por lo demás, cualquier cosa vale.

Aparte de las manos suplicantes, entonces, quedan apenas dos paneles con signos de esperanza: un campesino que cuida su plantita; y una hilera de seis rostros infantiles. El primero podría interpretarse como símbolo del cultivo de la tierra, pero al mirar más de cerca se aprecia una figura esquelética en cuatro patas, que por esto y por su rostro y manos simios más parece un animal salvaje, que protege con todo su ser a una plantita desenraizada contra los embates de algún agresor externo, mientras espera atentamente a que arroje sus frutos en algún futuro lejano e incierto.

El segundo ha sido descrito como “el panel más tierno y esperanzador” que “representa la posibilidad de un mañana mejor para los ecuatorianos, constituyen las nuevas generaciones, con mentes renovadas que se levantan lúcidas, rebeldes, honestas y consecuentes. Son los futuros conductores de su pueblo, empeñados en no dar tregua a la injusticia y la mentira” (Egüez 1998: 9-10). De este modo, la actual generación de adultos pone toda su esperanza en la nueva generación de niños, mientras que éstos, indefensos, la colocan en aquellos.

No hay ninguna señal de que alguien trabaje por asegurarles una herencia positiva; incluso el mismo pintor les ha legado una “Imagen de la Patria” desesperanzadora. ¿Será que se supone que por sí solos y sin ayuda constituirán una patria nueva y más digna al ir reemplazando a los actuales ciudadanos?

Por otro lado, tampoco hay indicio alguno de que estos niños estén haciendo algo por mejorar su propia suerte; más bien por sus expresiones inocentes y vulnerables se entiende que han aprendido a ser tan ‘victimados y esperanzados’ como los adultos fatalistas que constituyen sus únicos y mejores ejemplos y modelos de vida.

* * * * *

El presidente de un país también constituye un icono de la identidad nacional. Tal vez sea por esto que durante las últimas semanas previas a la destitución de Abdalá Bucarám, mientras el Presidente ejecutaba su serie de ‘chabacanadas’ ante la prensa internacional, una de las quejas más comunes que se oían en boca de todos, analfabetos y letrados, citadinos y campesinos, era: “Nosotros no somos eso”.

Asimismo, ojalá cada ecuatoriano, hombre o mujer, pobre o rico, se detuviese ante el mural de Guayasamín, intentase verse a sí mismo y a su pueblo reflejado en esas imágenes y se preguntase: “¿Esto soy yo? ¿Somos nosotros esto?” Esperaría que respondan como yo con un “No” rotundo, pues habiendo conocido los cuatro rincones de la patria, habiendo trabajado, comido y vivido con los miembros más diversos de sus pueblos, puedo afirmar con toda certeza que no he visto en ellos nada que se asemeje a esta supuesta “Imagen de la Patria”.

Este “grito de dolor y rebeldía” que supuestamente representa “el espíritu libertario de este pueblo que no está dispuesto a soportar que sobre sus espaldas se acumulen los latigazos de la represión, el hambre y la desesperanza” (Egüez 1998: 2), ha sido logrado en pintura acrílica con polvo de mármol sobre paneles de acrílico y fibra de vidrio para que, cual ‘Titanic’, tenga una vida mínima de mil años. Cabría preguntarnos si es posible o deseable que el particular mito nacionalista que esta obra representa, exprese la verdadera “Imagen de la Patria” – la identidad del pueblo ecuatoriano – durante tanto tiempo.

El reciente incendio en el Palacio Legislativo ha cubierto de hollín la obra, un anuncio claro de que ‘no hay mural que dure mil años, ni país que lo aguante’. Aprovechemos esta coyuntura para revisar los imaginarios patrios, dejemos que la inmadurez de una identidad nacional centrada en la lucha anticolonialista ceda el paso a un imaginario más maduro basado en el trabajo mancomunado por construir proactivamente el país que todos soñamos.

Resistamos la tentación de gastar ingentes sumas en la renovación del mural y archivemos esta obra histórica tal y como ha quedado, como un recordatorio de las etapas ya quemadas de la infancia y adolescencia del Ecuador. Hagamos que el siguiente mural que pretenda inspirar a nuestros legisladores en su ardua labor patria, les hable de los sueños positivos de un pueblo dispuesto a realizar los sacrificios personales y colectivos necesarios para hacerlas realidad.

Bibliografía Consultada:

Anderson, Benedict: Comunidades Imaginadas: Reflexiones sobre el Origen y la Difusión del Nacionalismo. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000 [1983].

Egüez, Eduardo: Frustración y Esperanza – Mural de Guayasamín, en Departamento de Relaciones Públicas del Congreso Nacional de la República del Ecuador, Historia/Cultura, No. 1, 1998, pp. 2-10.

Estupiñán Viteri, Tamara: Tras las huellas de Rumiñahui… Quito: Trama, 2003.

Ferrand, Quentin: “Los Encuentros entre el Occidente y el Islam como Trasfondo de la Crisis Actual”. Seminario patrocinado por ATENEO de El Salvador, Concultura y el Centro Cultural Salvadoreño y dictado en la Sede de éste último el 7 de noviembre de 2001.

Muratorio, Blanca (ed.): Imágenes e Imagineros: Representaciones de los Indígenas Ecuatorianos, Siglos XIX y XX. Quito: FLACSO, 1994.

Platt, Tristan: Simón Bolívar, the Sun of Justice and the Amerindian Virgin – Andean Conceptions of the Patria in Nineteenth-Century Potosí. Journal of Latin American Studies, 25 (1), 1993: 159-85.

Radcliffe, Sarah y Westwood, Sallie: Rehaciendo la Nación. Lugar, Identidad y Política en América Latina. Quito: Abya-Yala, 1999 (1996).

Silva, José Félix: Ecuador – Frustración y Esperanza – Mural de Oswaldo Guayasamín en el Palacio Legislativo. Quito: Congreso Nacional del Ecuador, 1988.

Notas:

1. Utilizo aquí el adjetivo ‘colectivo’ para distinguir el concepto del fatalismo individual, correlato religioso del ‘determinismo’ que se erguía con nombre de ciencia bajo el paradigma newtoniano hasta ser desacreditado por los descubrimientos de la ‘nueva física’ o física cuántica. Esta distinción también sirve para subrayar su carácter de fenómeno social que consiste en la convicción generalizada de que el cuerpo de la sociedad es movido por fuerzas ajenas a la voluntad de los individuos que la componen.

2. Para un análisis a fondo del concepto del libertador, véase: Platt, Tristan: Simón Bolívar, the Sun of Justice and the Amerindian Virgin – Andean Conceptions of the Patria in Nineteenth-Century Potosí. Journal of Latin American Studies, 25 (1), 1993, pp. 159-85.

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