miércoles, agosto 31, 2005

Pensar la Complejidad Ambiental

Lo que sigue es un análisis crítico del artículo “Pensar la Complejidad Ambiental” por Enrique Leff.

El escultor ante su piedra, va eliminando a elegantes cinceladas las lascas que no se conforman con la figura en su mente, dejando todo aquello que refleja su imaginación. Cuando termina su obra, admira las formas ondulantes de su objeto amorfo, sugerente de alguna realidad soñada, sonríe complacido, y lo coloca ceremoniosamente entre su colección de trofeos y curiosidades. Así Enrique Leff, el padre del Ecomarxismo, ha tallado con exquisita prosa, consistente de “palabras claves, juegos de lenguaje y estrategias conceptuales”, el perfil de su mundo imaginario.

Se trata del primer capítulo de una obra titulada “La Complejidad Ambiental”, forjada en el seno de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) bajo los auspicios del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades y la Red de Formación Ambiental del programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, a inicios de 1999.



El texto se lee como una corriente interminable de descripciones floridas de las múltiples virtudes de la “Complejidad Ambiental”, puntuadas con frecuentes contrastes para aclarar lo que no es, e increpaciones contra otros conceptos que los imagina como contrarios – jamás complementarios – al suyo. Es una amalgama dispareja de marxismos (para variar) y postmodernismos, una “utopía balbuceante” para usar sus propias palabras, que deja al lector preguntándose ¿qué hago con esto?

Incluso su última sección “Hacia una Pedagogía de la Complejidad Ambiental”, en la que promete “implicaciones para la práctica educativa” y donde por tanto se espera algo de utilidad, no es más que una reformulación del mismo discurso poético contenido en los subtítulos que la preceden.

La tesis central es que la crisis ambiental es sobre todo un problema de conocimiento, que su solución implica un proceso de “desconstrucción y reconstrucción del pensamiento”, comenzando con ciertos “errores históricos” que incluyen “la escisión entre le ser y el ente” en Platón y entre el sujeto y el objeto en Descartes, los cuales han “cosificado” y “objetivado” al mundo, creando una “racionalidad dominante” que ha apuntalado la alienación e incertidumbre de un mundo tecnificado y economizado.

A diferencia de otros cambios catastróficas en la naturaleza, “la crisis ecológica actual por primera vez no es un cambio natural”, sino una “transformación de la naturaleza inducida por la concepción metafísica, filosófica, ética, científica y tecnológica del mundo”. Como un nuevo dios, la idea de lo absoluto es transferida hacia “la ley globalizadora y totalizadora del mercado” y su mano invisible, “capaz de salvar a la humanidad de la esclavitud de la necesidad y la pobreza”. El camino hacia el “campo conflictivo del desarrollo sustentable” no se encontraría en dirección al refinamiento de la ciencia moderna y su economía, sino en el reconocimiento del fin de tal proyecto.

Concuerdo con su insistencia en la necesidad de evitar la homogeneización del mundo y de la economía, de superar la hegemonía y sacudir la opresión. Sin embargo, considero que en su afán de subrayar sus tesis, cae en juegos típicos de la “cultura del conflicto”, como el de exagerar tanto las bondades de lo propio como los defectos de lo ajeno, o el de “tirar al bebé junto con su agua de baño”. A continuación algunos ejemplos de ello:

Leff exalta las virtudes de la dialéctica de Hegel, describiéndola sorprendentemente como “organicista” y una “concepción del mundo en transformación constante, jalado por el sentido del ser, la direccionalidad del tiempo, la fecundidad del infinito y de la otredad”. En contraste, critica duramente a la Teoría de Sistemas, la cual confunde con un enfoque holístico, aduciendo que le resta a la categoría de totalidad su sentido revolucionario, que tiende hacia aun enfoque mecanicista, positivista a-ontológico y reduccionista, un “monismo ontológico basado en la generalización de principios ecológicos de organización de la materia”.

Plantea como una amenaza su “enfoque integrativo” y su comprensión del mundo como “totalidad” por que “forja un mundo tendiente a la globalización” a un mundo “homogéneo e instrumental, reprimiendo la productividad de lo heterogéneo, el sentido de la diferencia, la vitalidad del saber, la diversidad de la cultura y la fecundidad del deseo”, mediante su “espíritu totalitario de racionalidad dominante”.

Aquí Leff comete el mismo error que muchos autores de su talante, al confundir a la unidad con uniformidad y la diversidad (diferencia, pluralidad o complejidad) con división. El suponer que le reconocimiento de la unicidad orgánica de la sociedad es un atentado contra su rica diversidad interna es como asumir que todo organismo vivo es internamente uniforme, carente de diferentes sistemas, órganos.

Más bien los seres de orden superior y más altamente evolucionados son los que mayor diversificación de funciones han logrado. Compárese, por ejemplo, la ameba con el cuerpo humano; sin embargo un salto mucho más grande en su nivel de complejidad es el que separa al ser humano individual y la sociedad moderna como sistema.

Otro de los muchos pasos en falso que toma Enrique Leff en sus esfuerzos por defender su particular versión de la división en la diversidad – incluyendo su tergiversación del teorema de Gödel para significar la imposibilidad de concebir la totalidad como categoría teórica – es su interpretación de la entropía como medida de la flecha del tiempo y “LA ley” (énfasis mío) cuyo desconocimiento ha dado lugar a la crisis ambiental. Aunque es cierto que la entropía se suele denominar una “ley de la física”, no se considera propiamente como una de las “leyes de la naturaleza”, sino más bien como aquello que sucede cuando no interviene ninguna ley. Por ejemplo, Newton supo que existía una fuerza o causa a la que llamó gravedad cuando vio que la caída de los objetos variaba del movimiento aleatorio de la entropía. Por tanto, es más bien el desconocimiento de las verdaderas leyes de la naturaleza – las cuales procura descubrir la misma ciencia que es tan criticada por Leff – el que ha producido la crisis.

Esta identificación de la unidad con la uniformidad y la diversidad con la división es justamente lo que hace del marxismo una doctrina divisionista y la razón por la que los marxistas suelen percibir como amenaza y oponerse tenazmente a todo intento por ver al mundo como un sistema, un organismo, una unidad en diversidad. Pues, ¿qué sería de la lucha de clases si se reconociera a todas las clases como partes de un mismo organismo vivo? ¿Qué sería el fin de los tan populares análisis de conflicto y competencia, de dominación y sumisión, de opresores y oprimidos, de pugnas por el poder? ¿Implicaría esto que tales formas de pensar fuera parte de la enfermedad de ese ser doliente, en vez de su curación?

Leff reconoce acertadamente que lo que hace falta para resolver la crisis ambiental es una “revolución del pensamiento, un cambio de mentalidad, una transformación del conocimiento”, pues son “las concepciones del mundo” las que “han construido al mundo”. Sin embargo, sigue insistiendo, como hace ya más de ciento cincuenta años, que su panacéica dialéctica constituye el “pensamiento utópico que orienta una revolución permanente del pensamiento” y que es la “confrontación de intereses” la que “moviliza a la sociedad para la construcción de una racionalidad ambiental”.

Invito al lector a reconocer a esta interpretación marxista de la dialéctica y su aplicación alegórica a la evolución social como parte importante del problema, no de su solución. Sólo una lectura superficial de las relaciones entre los diferentes sectores de la sociedad podría encontrar entre ellos “un campo antagónico de intereses opuestos”. Es una mirada entrenada por la hegemónica cultura del conflicto que, surgida desde Europa en varias oleadas centenarias, una de las cuales ha incluido el pensamiento Marxista, está infectando al mundo entero con su cáncer. Esta forma de ver el mundo percibe únicamente yugos, dominación, opresión, conquista, represión, sometimiento, holocausto. Es ciego ante las nuevas alternativas de convivencia pacífica y constructiva que brotan por doquier como flores en la primavera.

Invitemos a autores como Leff a volver su mirada 180 grados hacia la cultura de la cooperación que brega por nacer y a unírsenos su construcción. Es aquí, en una concepción verdaderamente organicista y sistémica del mundo, donde se hallan los puntos donde los intereses inmediatos, lejos de “disolverse en un campo común y bajo una ley universal”, comienzan a confluir natural y progresivamente hacia los intereses comunes, mediatos y fundamentales: el bienestar y salud del cuerpo enfermo del planeta y de la raza humana, la cual forma parte de él.

(31 de agosto de 2005)

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