miércoles, octubre 12, 2005

Antropología del Desarrollista

"Los problemas importantes que enfrentamos no pueden ser resueltos desde el mismo nivel de pensamiento donde estuvimos cuando los creamos". (Einstein)
Desde hace ya 60 años, cuando comenzó la aplicación sistemática de los programas de desarrollo socioeconómico en el ámbito internacional, los pobres se sumen diariamente en la pobreza, los ricos son crecientemente acaudalados y la economía mundial es cada vez menos estable y más volátil. A lo largo de estas cinco décadas se han ensayado numerosas propuestas de índole técnica, económica y política, pero la mayoría de estos 'remedios' no ha curado sino empeorado la enfermedad. En la ciencia médica, si un tratamiento no sana sino agrava un malestar, se suspende y se busca otro mejor, pero en el desarrollo socioeconómico, se suele intensificar la aplicación de las mismas recetas. Quizás esto se debe a que se ha estado tratando los síntomas del 'subdesarrollo' en vez de buscar su raíz, como en el caso del paciente con erupciones en la piel, a quien el médico prescribe una pomada para aliviar los síntomas sin preguntarse cómo llegaron esas manchas rojas en primera instancia. Pues detrás de ellas está la sangre intoxicada, detrás de ésta un hígado enfermo, detrás de éste todo un menú de malos hábitos alimenticios y posiblemente se puede ir más atrás aún.



Muchas organizaciones de desarrollo comenzaron dando caridad a los niños, lo cual no surtió efecto por que no cambiaba la situación de su familia. Esto tampoco era suficiente, pues no se tomaba en cuenta las condiciones de la comunidad en la cual estaba inserta. Después se cuestionaron las falencias estructurales del país en sí y del sistema-mundo en el que éste se movía. Sintiéndose incapaces de cambiar el sistema-mundo, volvieron su atención nuevamente hacia el país, la comunidad, la familia y, finalmente, el individuo. Hemos recorrido toda la estructura de la sociedad humana, todos los sistemas y órganos del cuerpo político, sin hallar una solución satisfactoria. En el proceso se ha reconocido la existencia de injusticias estructurales a todo nivel y se han propuesto acciones para corregirlas, pero estos intentos no han tenido el efecto deseado, mientras que las condiciones del paciente continúan agravándose. Parecería existir un círculo vicioso del cual no hallamos la salida. Ya sea el Plan Marshall de los años '50, la Revolución Verde de los años '60, la Redistribución con Crecimiento de los años '70, los Ajustes Estructurales de los '80, o la Apertura de Mercados de los '90, la mayor atención desarrollista ha estado dirigida hacia fuera, hacia la situación externa y material -por no decir superficial- de los países.

Continuando con la analogía médica, el siguiente paso lógico en el proceso diagnóstico sería preguntarse qué procesos patológicos subyacen en las dinámicas observadas. Detrás de la creciente miseria en el mundo cuál es el mal subyacente que no está siendo tratado. Propongo que volvamos nuestra mirada hacia nosotros mismos, hacia adentro, hacia nuestra forma de percibir y responder hacia el mundo, hacia nuestros modelos mentales, en procura de la mentalidad que ocasionó el problema en primera instancia. Hay dos obras recientes que considero podrían señalar un resquicio por donde buscar estas nuevas respuestas: "Rambo and the Dalai Lama: The Compulsion to Win and Its Threat to Human Survival", por Gordon Fellman (1998) de la Brandeis University; y "Beyond the Culture of Contest - From Adversarialism to Mutualism in an Age of Interdependence" por Michael Karlberg (2004) de la Western Washington University.

La tesis básica de Fellman es que conviven en el mundo actual dos paradigmas: el del agonismo o las relaciones de adversario (adversarialism) y el de la mutualidad o cooperación (mutualism). Describe el primero como el "supuesto de que la vida humana se fundamenta en las pugnas de intereses, las guerras y la oposición entre la gente y con la naturaleza". Admite que esta forma de pensar "da sentido y orientación al mundo", pero sostiene que podría hacerlo de igual o mejor manera otro paradigma. Una alternativa sería percibir a la cooperación, la ayuda mutua, el compartir, y el nutrir como "maneras igualmente viables de organizar las relaciones entre los seres humanos y con la naturaleza". Fellman sostiene que un cambio en el énfasis, del conflicto a la cooperación, es "imprescindible para la supervivencia de nuestra especie y de la misma naturaleza". Bajo el paradigma del agonismo, aduce Fellman, la mayoría de encuentros, ya sean entre hombres y mujeres, ricos y pobres, trabajadores y capitalistas, empresas comerciales, o selecciones deportivas, son organizados de tal forma que su propósito es el de superarle al otro. El supuesto es que cada uno debe hacer lo necesario para ganar, o aceptar la derrota. El 'otro' es construido como un enemigo a ser vencido. Llevada a su máxima expresión, el agonismo toma la forma de asesinato, que en su forma colectiva se llama guerra. Sin embargo, la tecnología militar se ha perfeccionado a tal punto que la maximización de su uso para vencer al otro implicaría nuestra propia derrota. "El homicidio se ha tornado inextricable del suicidio". Otro tanto se puede decir de la degradación industrial del medio ambiente.

Fellman plantea que siempre ha existido simultáneamente otro paradigma - el de la mutualidad o cooperación - cuyo supuesto básico es que el 'otro' puede constituirse en amigo, colega o aliado. Las religiones lo han enseñado, aunque después hayan decaído en disputas sectarias, los políticos lo han idealizado, aunque sus comportamientos lo hayan contradicho, y las familias dependen de él para poder seguir adelante. Se encuentran por doquier las "semillas de la mutualidad" - viejas semillas en viejas instituciones, nuevas semillas en viejas instituciones y nuevas semillas en nuevas instituciones. Sin embargo, su rol minoritario ha impedido a la gente "percibir su proliferación, sus interconexiones y la posibilidad de una sociedad más libre basada en la cooperación como premisa en vez del conflicto". Fellman considera que si hemos de sobrevivir los embates del paradigma de antagonismo, será necesario fortalecer su opuesto, hasta que el de la mutualidad se torne el "principal paradigma que rija los asuntos humanos y las relaciones del hombre con el medio ambiente, invirtiendo así la condición histórica y presente en la que el agonismo resulta primario y la cooperación secundaria". Sugiere que "la principal alternativa al carácter destructivo de las incontables relaciones conflictivas a las cuales estamos encadenados" es el "globalismo", que define como "el reconocimiento del planeta como la unidad primaria de nuestra lealtad". Hace falta ir más allá de los análisis y hallar esperanza en la forma de visiones de mutualidad, así como las acciones que puedan darla vigencia.

Michael Karlberg ha llegado a conclusiones similares, pero en vez de paradigmas, habla de dos culturas o 'universos discursivos'. Plantea que los seres humanos poseemos igual potencial para la contienda y el conflicto como para la reciprocidad y cooperación. La medida en que se manifiesta lo uno o lo otro depende de la cultura en la cual se forma el individuo. Aduce que la sociedad liberal occidental se caracteriza por una "cultura de contienda" basada en el "agonismo normativo", según el cual el conflicto constituye "un modelo normal y necesario de toda organización social". Como resultado, el conflicto y la competencia han llegado a constituir normas institucionalizadas en todos los ámbitos de la esfera pública, incluyendo lo que él llama el "sistema integral tripartito" conformado por las estructuras económicos, políticos y jurídicos, y apoyado por los medios masivos comerciales y la academia. "En su calidad de expresión cultural dominante -dice- los códigos de la contienda son culturalmente disfuncionales". Pues la confrontación puede considerarse apropiada bajo limitadas circunstancias, pero su "expresión ubicua e indiscriminada" resulta "socialmente injusta y ecológicamente insostenible". La "cultura de protesta" a la que da lugar constituye una respuesta inadecuada a los problemas sociales y ecológicos que ella misma genera.

Finalmente, Karlberg propone que "la persistencia histórica de estos códigos mal adaptados podría ser explicada mediante la teoría de la hegemonía". La cultura de contienda constituye una "conformación cultural hegemónica", ante la cual cualquier modelo no conflictivo de la naturaleza humana u organización social aparece como ingenuo o utópico. Afirma que estos "códigos del agonismo sirven primordialmente los intereses de segmentos privilegiados de la sociedad, quienes les deben su posición dominante en los asuntos humanos", pues perpetúan relaciones de tipo ganar-perder en las que lo más probable es que continúen ganando quienes ya lo vienen haciendo, como en el juego de mesa Monopolio. Karlberg analiza varias expresiones históricas y contemporáneas de la mutualidad, como el feminismo, la teoría de sistemas, la ecología y el movimiento ambiental, la teoría de la comunicación y la resolución alternativa de controversias; y toma como estudio de caso y modelo funcional de esta cultura alternativa a la Comunidad Mundial Bahá'í. Concluye que es posible y necesario desarrollar estructuras y prácticas que reflejen una cultura de cooperación; que es posible y necesario lograr una democracia participativa sin partidismos; que es posible y necesario establecer una economía productiva sin competencia agresiva y desenfrenada; y que es posible y necesario ejercer un activismo social y ecológico sin recurrir a la cultura de protesta.

Lo interesante de estos análisis para lo que nos ocupa aquí, no es meramente la observación de que la sociedad contemporánea está estructurada en base a una cultura de contienda, sino también la implicación de que su desarrollo (sin hablar de supervivencia) únicamente será posible en tanto y cuanto logre moverse en dirección de una cultura de cooperación y apoyo mutuo. Lo que viene frustrando los esfuerzos de desarrollo no es la falta de recursos o conocimientos, sino el habernos dejado atrapar en unos juegos que en el mejor de los casos son de suma cero y frecuentemente de suma negativa, y en el cual todos pierden de una manera u otra. Rodolfo Stavenhagen (2000, 174) establece como hecho histórico el que "cualquier clase de conflicto importante de índole política y social... es adverso al desarrollo económico" y ofrece todo un menú de estragos observados en zonas tan diversas como Líbano, el Cuerno de África, las Islas de Fiji, Guyana, Nigeria, Yugoslavia, e incluso la antigua Unión Soviética:

Las economías de muchos países... se han rezagado varios años, si no son décadas... La riqueza y los recursos materiales con frecuencia son destruidos o agotados en el proceso. La destrucción de objetivos económicos estratégicos es por lo general una meta fundamental de las partes en guerra. Los conflictos ahuyentan a inversionistas, quienes retiran su capital. El campo puede permanecer ocioso por años; los sistemas de riego, las redes de transporte y comunicación se paralizan. Las escasas divisas ya no se destinan a obras de infraestructura o al fomento de la productividad, sino a satisfacer necesidades bélicas y de 'seguridad'. El desempleo aumenta y la fuerza de trabajo abandona las zonas en guerra para sumarse a la lucha o para refugiarse en algún otro sitio, con frecuencia en las capitales... Los servicios públicos llegan a su límite. El flujo de refugiados aumenta y los recursos nacionales e internacionales escasean.

Ahora bien, si el desarrollo social y económico, lejos de ser promovido, es dañado por la cultura de contienda, si su rescate depende de un cambio de cultura, habría que preguntarse si quienes forjan las políticas, diseñan las estrategias e implementan los programas de desarrollo están fomentando la nueva cultura o la vieja. ¿En qué medida los pensadores del desarrollo, aquellos intelectuales cuyas propuestas influyen fuertemente en la dirección que toman las políticas y acciones de desarrollo a todo nivel, se encuentra insertos dentro de la cultura de contienda o la de cooperación? Se analizan a continuación varias tendencias en los análisis desarrollistas, algunas de las cuales considero que vienen a ahondar y fortalecer el paradigma del agonismo o cultura de contienda; y otras que abren puertas hacia el paradigma de mutualidad y la cultura de cooperación.

Existe un paralelismo interesante entre los análisis de Fellman y Karlberg y el trabajo de De La Peña (2000) sobre lo que él denomina el "nuevo comunitarismo", es decir una "exaltación renovada de las relaciones afectivas y particularistas en ámbitos acotados por identidades grupales diferenciadas". De La Peña distingue "dos formas radicalmente distintas" al interior de esta tendencia. La primera es caracterizada como un "postulado postmoderno de la fragmentación y la divergencia" que "cae en el exclusivismo y el particularismo conflictivo", el cual cabría equiparar con el paradigma del agonismo y la cultura de contienda. La segunda busca "combinar la adhesión a una identidad diferenciada con... la búsqueda de la convivencia universal y por tanto el reconocimiento de los valores del otro dentro de un marco de tolerancia", que parece describir aspectos importantes del paradigma del mutualidad y la cultura de cooperación. Considero que el mero hecho de haber enunciado estas dos formas de manera tan explícita es un paso hacia la posibilidad de un cambio en el pensamiento desarrollista.

La primera forma del nuevo comunitarismo de De La Peña, podría tomar como representante a Enrique Leff en el libro "La Complejidad Ambiental" (2003) que se pregunta por los requisitos del desarrollo sostenible. En su introducción Leff coincide con Fellman y Karlberg en que la crisis actual nace de una crisis del conocimiento y que su solución implica un proceso de "deconstrucción y reconstrucción del pensamiento". Reconoce que para resolver dicha crisis hace falta una "revolución del pensamiento, un cambio de mentalidad, una transformación del conocimiento", pues son "las concepciones del mundo" las que "han construido al mundo". Sin embargo, se ubica claramente en el paradigma del agonismo al caracterizar las relaciones entre los diferentes sectores de la sociedad como "un campo antagónico de intereses opuestos" en el cual es la "confrontación de intereses" la que "moviliza a la sociedad para la construcción de una racionalidad ambiental" en el camino hacia el "campo conflictivo del desarrollo sustentable".

Leff insiste acertadamente en el imperativo de prevenir la homogeneización del mundo y su economía, de contrarrestar la hegemonía, sacudir la opresión, resistir los embates del individualismo y proteger valores de convivencia a nivel local. No cabe duda de que es deseable y necesario corregir situaciones de injusticia y enderezar relaciones de dominación-sumisión, para el bien tanto del dominante como del sometido. Sin embargo, existe una contradicción inherente en el hecho de promover, por un lado, actitudes de lucha y pugna y de insistir, por otro lado, en la necesidad de superar el individualismo y fomentar la convivencia social. Pues el individualismo y las pugnas internas son la última consecuencia lógica e inevitable de la promoción de una cultura de contienda, de un paradigma divisionista y conflictivo. Los hábitos de pensamiento y acción cultivados en un campo de la vida, se reproducen y se extienden hacia los demás ámbitos. No basta con canalizar recursos materiales y poder social hacia el ámbito local, pues no habrá nada que impida que esas mismas injusticias y relaciones de desigualdad surjan -en formas aún más devastadoras- a nivel regional y local.

Leff caracteriza la Teoría de Sistemas como mecanicista, positivista y reduccionista, como "un monismo ontológico basado en la generalización de principios ecológicos de organización de la materia". Plantea como amenaza su "enfoque integrativo" y su comprensión del mundo como "totalidad", aduciendo que "forja un mundo tendiente a la globalización", un mundo "homogéneo e instrumental, reprimiendo la productividad de lo heterogéneo, el sentido de la diferencia, la vitalidad del saber, la diversidad de la cultura y la fecundidad del deseo", mediante su "espíritu totalitario de racionalidad dominante". Aquí parece estar confundiendo la teoría del Sistema-Mundo con la Teoría de Sistemas. Esto es comprensible en vista de que a menudo se les califica como antisistémicos a quienes rechazan el sistema-mundo. Yo quisiera proponer, empero, que un análisis de las implicaciones sociales, políticas y económicas de la Teoría de Sistemas bien podría servir de apoyo en la búsqueda de alternativas al actual sistema-mundo. No se puede negar que han aparecido en éste 'propiedades emergentes' que no existían hace pocos siglos - todo un complejo de interrelaciones, aunque con frecuencia desiguales y/o injustas - que lo hacen más que la suma de las naciones-estado que lo componen. Tampoco se puede cerrar los ojos al hecho de que estas propiedades se autorregulan, cambian y se adaptan en respuesta a la realimentación. Algunos de estos cambios han sido incrementales, paulatinos y lineales, como la creciente interdependencia de los mercados, mientras que otros han sido repentinos, caóticos e impredecibles, como el descalabro de la Unión Soviética, la caída de Muro de Berlín y el subsiguiente establecimiento de un mal-llamado 'nuevo orden mundial'.

El actual sistema-mundo, en tanto unidad funcional, lejos de reivindicar la funcionalidad de la tan sonada 'civilización occidental' que ha servido de su modelo y núcleo, se demuestra ampliamente disfuncional e insostenible en sus aspectos social, político, económico y ecológico, debido -según la Teoría de Sistemas- a sus grandes inconsistencias internas. Por tanto, de acuerdo con los postulados de esta teoría, el sistema-mundo actual tendría dos opciones: perecer o cambiar; pudiendo ésta última alternativa ser un proceso o bien prolongado y doloroso debido a nuestra incapacidad colectiva de superar sus estructuras arraigadas en la cultura de contienda, o bien más rápido y menos traumático mediante el desarrollo decidido de nuevos subsistemas y/o interrelaciones que institucionalicen una cultura de cooperación. Ervin Laszlo (1989, 112) describe estas dos situaciones - actual y potencial - como sigue:

"...el rasgo notable de las relaciones internacionales en una edad de interdependencia, es que los procesos básicos a largo plazo ofrecen el potencial para juegos de suma positiva. Lamentablemente, los líderes nacionales, en procura de ventajas a corto plazo para sus países dentro de un entorno de mutua desconfianza, cuando no de hostilidad, no participan en tales juegos. Por ejemplo, el balance internacional de poder da lugar a un juego que en el mejor de los casos es de suma cero: las ganancias de la una parte compensan las pérdidas de la otra; lo cual podría degenerar en un juego de suma negativa con el estallido de una guerra a gran escala... Sin embargo, esta situación podría transformarse en un juego de suma positiva mediante el establecimiento de un sistema de seguridad mundial, con medidas mutuamente acordadas de desarme y mantenimiento de la paz. Ningún país arriesgaría ser perjudicado o aniquilado y todos podrían invertir en proyectos concretos de beneficio humano la mayor parte de las ingentes sumas que actualmente son asignadas a la defensa y los propósitos militares."

Cortés (1994) es otro autor que comete el mismo error: critica acertadamente la visión fragmentaria del desarrollo, pero a lo largo de su trabajo aparece otro tipo de perspectiva fragmentada, que opone lo civil a lo estatal, lo local a lo global, lo micro a lo macro, lo particular a lo universal. Obviamente, si existe desequilibrio e inequidad en las relaciones entre estas instancias, es imperativo corregirlo, pero no se puede pretender que la gente se cierre en comunidades y organizaciones locales, resistiendo toda influencia externa. Si cabe la analogía, cuando en el cuerpo humano se acumulan líquidos vitales en una parte y escasean en otra, todo el organismo se enferma y necesita restablecer nuevamente el equilibrio. Del mismo modo, la distribución desigual de recursos y poder decisorio constituye un problema común que a la larga amenaza por igual la salud de toda la raza humana, tanto aquellos sectores que los poseen como los que no. Tampoco se puede simplemente dar la espalda al sistema-mundo y concentrar toda la atención en el nivel comunitario, como si por fuerza del olvido desaparecería.(1) Es una realidad; y las realidades no suelen esfumarse tan fácilmente. Los diversos sectores y actores del mundo se están volviendo cada día más interrelacionados e interdependientes. Este es un proceso tan antiguo como lo es la raza humana: comenzó cuando dos personas decidieron unir sus vidas, seguido por la unión de familias en clanes, de clanes en tribus y de tribus en naciones; y no da señales de detenerse ahora. La pregunta apropiada, entonces, no es si queremos o no un sistema-mundo, sino qué clase de sistema-mundo queremos: uno donde los mayores jugadores sacan partido de una competencia hegemónica en la que siempre ganan los más poderosos y acaudalados; u otro en el que se institucionalice de tal forma la mutualidad y las relaciones cooperativas y recíprocas que no haya lugar para la explotación injusta. O cambiamos al sistema-mundo, o éste nos cambiará a nosotros; no existe otra salida.

La principal equivocación en el pensamiento de estos y muchos otros autores parecería ser el de confundir a la unidad (armonía, solidaridad) con la uniformidad (homogeneidad, totalitarismo) y la diversidad (diferencia, complejidad) con división (separación, pugna). Lejos de promover la unidad en uniformidad, lo que plantea la Teoría de Sistemas, al igual que el paradigma de mutualismo y la cultura de cooperación, es la unidad en diversidad. El suponer que el reconocimiento de la unicidad orgánica de la sociedad constituye un atentado contra su rica diversidad es como asumir que todo organismo vivo es internamente uniforme, carente de diferentes sistemas, órganos y miembros. Más bien los seres de orden superior y más altamente evolucionados son aquellos que mayor diversificación de funciones han alcanzado. Compárese, por ejemplo, la ameba con el cuerpo humano; mucho mayor en su nivel de complejidad sería la diferencia entre el ser humano individual y la sociedad mundial como sistema.

Un ejemplo clásico de la división en diversidad es el concepto marxista de la 'lucha de clases', mientras que su supuesta resolución definitiva en una 'dictadura del proletariado' es típico de unidad mediante la uniformidad. Quizás sea por esto que muchos marxistas perciben como amenaza y se oponen a todo intento de ver al mundo como un mismo sistema, como un organismo, una unidad en diversidad. Pues, ¿qué sería de la lucha de clases si se reconociera a éstas como partes interdependientes de un mismo organismo vivo? ¿Cuál sería el fin de la cornucopia de publicaciones que analizan ad nauseum los ínfimos detalles del conflicto y la competencia, de la dominación y sumisión, de los opresores y oprimidos, de las pugnas por el poder? Pues la conclusión obligada sería que tales formas de pensar son más parte del problema que de su solución. Constituyen una percepción del mundo entrenada por la hegemónica cultura de contienda que, surgida desde la Europa de hace ya cuatro siglos en varias oleadas centenarias -incluyendo tanto a Adam Smith como a Marx-, ha infectado al mundo entero como un cáncer. Es un filtro óptico que sólo deja ver avaricia y competencia, dominación y opresión, conquista y sometimiento, dejándonos ciegos ante toda alternativa y posibilidad de convivencia pacífica y constructiva.

Lo que se necesita son elementos de análisis que permitan percibir la salutífera unidad que subyace en nuestra diversidad y ver la rica heterogeneidad que da vida a esa unión. Hace falta una teoría social en la que la miríada de intereses limitados, inmediatos y superficiales, lejos de "disolverse en un campo común y bajo una ley universal", por citar nuevamente a Leff, confluyan natural y progresivamente hacia intereses comunes, mediatos y fundamentales. Y es aquí donde el concepto de 'capital social' podría ser de apoyo. Bernardo Kliksberg (2002) escribe que el Banco Mundial ha reconocido cuatro las formas de capital: (1) el capital natural o los recursos naturales; (2) el capital construido, en forma de infraestructuras, bienes de capital, recursos financieros y comerciales, etc.; (3) el capital humano que se mide en el nivel de nutrición, salud y educación de una población; y (4) el capital social. Para definir éste último término, cita a varios autores entre los cuales, para Robert Putnam es el grado de confianza, las normas de comportamiento cívico y el nivel de asociatividad; para James Coleman es la integración social en redes, la reciprocidad y confiabilidad, el seguir normas tácitas y la no agresión; para Kenneth Newton es la confianza, reciprocidad, cooperación y ayuda mutua; para Stephan Baas, es la cohesión de la sociedad en configuraciones que la hace más que una suma de individuos, las redes de confianza, el buen gobierno, la equidad social, la solidaridad, la acción colectiva y el uso comunitario de recursos; etc.

Algunos antropólogos han hallado entre diversos pueblos indígenas un elevado nivel de varios elementos de este tipo de capital. Por ejemplo, Deruyttere (2003, 7-8) aduce que existen "principios básicos" que subyacen en su "gran heterogeneidad" de sus culturas y que gobiernan sus "expresiones específicas". Estos incluyen "una visión del hombre no como dueño sino como parte integrante del entorno natural, la preponderancia de la comunidad sobre el individuo, los principios de la reciprocidad y la redistribución que primen sobre la acumulación de bienes y recursos, así como fuertes valores éticos y espirituales en la relación con el entorno natural y con la comunidad". Deruyttere encuentra que "en la economía indígena rigen los principios de reciprocidad y redistribución" y que en su organización "el ejercicio de autoridad y poder reflejan estos mismos principios de armonía, equilibrio y consenso". Describe la "democracia indígena" como "participativa (no representativa)", en la que se "enfatiza la necesidad de diálogo y consenso".

No faltan quienes ven en estas descripciones antropológicas una esencialización de los pueblos indígenas, aunque el enfoque de Karlberg también permite interpretarlas como indicativas de una cultura de cooperación y no una cualidad innata o genética. En todo caso, algunos autores que cuestionan por qué, si los pueblos indígenas poseen tanto capital social, muchos de ellos permanecen en la miseria, ante lo cual otros responden que sin ello, no habrían podido sobrevivir 500 años de persecución, opresión, explotación, y relegación a medios ecológicamente frágiles. Es la cooperación y ayuda mutua la que ha constituido para ellos una poderosa estrategia de supervivencia. Incluso hay quienes consideran que estos comportamientos son más adaptativos que los correspondientes a la cultura de la competencia y el conflicto, por lo que podrían ser el resultado de la selección natural. En este sentido, es interesante la tesis de Howell y Willis (1989, 1-2) de que "no se puede suponer un impulso agresivo a priori en los seres humanos. La presencia de una socialidad innata, por otro lado, cuenta con mucha evidencia a su favor. Los humanos somos a priori seres sociables; es nuestra cooperatividad lo que nos ha permitido sobrevivir; no nuestros impulsos agresivos". Leakey y Lewin (1977, 209) explican que "a lo largo de nuestra historia evolucionaria reciente, particularmente a partir del modus vivendi de la cacería, deben haber existido enormes presiones selectivas a favor de nuestra capacidad para cooperar como grupo... Fue tan fuerte el grado de presión selectiva hacia la cooperación, la conciencia de grupo y la identidad colectiva, y tan prolongado el período durante el cual operaba, que resulta difícil que no se haya integrado en alguna medida en nuestra constitución genética.

Si la cooperación es parte de nuestra herencia común como seres humanos, entonces ¿por qué existe la cultura del conflicto? Siguiendo la línea de análisis de Karlberg, estos hallazgos más bien permiten cuestionar con fundamentos el error histórico de las ciencias sociales europeas de la época de la colonia,(2) que esencializaron como inherentes a la naturaleza humana el conflicto, la competencia, la agresión y la avaricia, que en realidad no eran sino elementos de su propia cultura. Hay quienes hallan una función justificatoria en esta maniobra, pues apoya el razonamiento de que "si todos los seres humanos son así, entonces no es culpa de los europeos si también somos así". En todo caso, el hecho de que la programación genética a favor de la cooperación tampoco sea suficiente para que los pueblos indígenas resistan los embates de esa misma cultura del conflicto, ha sido claramente ilustrado por Martínez (2003), quien identifica entre las comunidades indígenas de la provincia ecuatoriana del Cañar un franco proceso de "desgaste o decadencia" de las "redes de solidaridad - reciprocidad en las comunidades base y entre familias", un "deterioro de la cooperación tanto dentro de la comunidad como entre comunidades" y una "descomposición interna" de las comunidades grandes ante cambios tanto internos como en su entorno. Esto lo atribuye a que "los mecanismos tradicionales de representación de la población indígena tienen serios límites para enfrentar las nuevas condiciones de inserción en el mercado". Arizpe (1998), coincide en que "la teoría y la política del desarrollo deben incorporar los elementos de cooperación, confianza, etnicidad, identidad, comunidad y amistad", elementos que "constituyen el tejido social en que se basan la política y la economía", pues "el enfoque limitado del mercado basado en la competencia y la utilidad está alterando el delicado equilibrio de estos factores y, por lo tanto, agravando las tensiones culturales y el sentimiento de incertidumbre". Podríamos concluir, entonces, que el capital social, al igual que la cultura de mutualidad, no constituyen condiciones absolutas del ser humano, sino un recurso que ha de ser continuamente cultivado y protegido como parte integral de todo empeño de desarrollo. Son un bien que puede verse erosionado ante la constante presión ejercida por la cultura de contienda en sus múltiples formas, tanto ideológica, como modelos de vida y en sus estructuras sociales, políticas y económicas.

Por otra parte, Martínez considera que "el actual stock de capital social puede incrementarse fácilmente" mediante ajustes en los modelos organizativos dentro y entre las familias y comunidades, y Carlos Cortés (1994) plantea su fortalecimiento político y democratización local. Sin embargo, un aumento en estas formas de capital social no necesariamente conlleva un acrecentamiento correspondiente en la cultura de mutualidad. Si democracia significa participación popular en la toma colectiva de decisiones que afectan a todos, mediante procesos de consulta mutua dentro de un marco de búsqueda de intereses comunes y de soluciones que satisfagan a todos; y si por política se entiende la ciencia y el arte del buen manejo de la cosa pública, entonces sí es posible que este aumento en el capital social acerqué a la localidad a una cultura de cooperación. Pero si por democracia se quiere decir la división de la sociedad en partidos políticos y otras instancias sectoriales que defienden intereses creados; y si por política se entiende la pugna entre estos partidos y sectores por obtener el poder, entonces no haría más que profundizar la actual cultura de contienda. Son numerosos los ejemplos de organizaciones creadas para luchar por la autonomía local y defender los derechos del pueblo que, una vez logrado su propósito, se autodestruyeron por que esos hábitos de pensamiento y acción basadas en la lucha, la pugna y el conflicto, fueron dirigidos hacia adentro en la búsqueda de intereses limitados al interior de la organización. Por tanto, mientras trabajan por los derechos y la autogestión, las ONG's harían bien en dedicar esfuerzos creativos y de investigación al desarrollo de conceptos no divisivos de democracia y política.

Un aspecto importante de la diferencia entre las culturas de contienda y de mutualidad, así como su influencia en los teóricos del desarrollo, es la forma como éstos se relacionan entre sí: el 'capital social' de la comunidad académica, si se quiere. Recientemente llegó a mis manos una serie de escritos por Victor Bretón (2001 y 2002) y Pablo Ospina (2002), con la explicación de que se trataba de una "pelea académica". Habiéndome criado en un entorno donde era más importante tener la razón que cultivar relaciones amistosas, abordé su lectura imaginando la clase de encontrón que había leído años atrás entre dos profesores europeos, cuyo debate público por poco termina en golpes, o cuanto menos el ataque académico descrito por Jane Tompkins en "Fighting Words" (1988). El lector recordará que ésta última comienza admirando la incisiva demolición pública del trabajo de otra autora, pero luego comienza a temer que le toque el turno en esta suerte de "ejecución ritual", procede a rememorar numerosos ensayos dedicados a dejar en el ridículo la redacción, el razonamiento e incluso el carácter de otro pensador y finalmente admite haber sido autora de una provocadora arremetida a otra escritora, mediante la cual - dice - "expuse ante el mundo su perdición y sobre los escombros de su postura procedí a construir el templo de la mía propia".

No obstante estos temores, fui favorablemente impresionado por la altura y el respeto con que se trataron los dos autores en cuestión, pese a sus divergencias teórico-ideológicas. Ospina comienza con un recuento de las tendencias actuales, observa que "el trabajo de Victor Bretón ha venido a romper este cálido consenso" y que "su discrepancia abre un saludable espacio de debate y la puerta para una revisión más crítica...". Prosigue con un análisis bastante objetivo del texto en sí, evitando increpaciones contra la persona misma de Bretón, aunque de vez en cuando se le escapan juicios de valor como "los argumentos de Bretón son políticos e ideológicos desde el primer capítulo hasta el último". Éste, a su vez, responde que "bienvenida sea la crítica y el debate subsiguiente, siempre y cuando dicha crítica se sustente en argumentos contrastables que permitan matizar, refutar o reforzar los planteamientos de partida..." y que debe "agradecer en cualquier caso sus comentarios por que abren la puerta al debate y al intercambio de opiniones".

En todo caso y por detrás de la corrección política y las palabras corteses, lo que se observa en los tres ejemplos citados es el resultado de lo que se podría denominar la 'cultura de contienda académica'. La variante occidental del trabajo intelectual nació cuando los antiguos Griegos, propensos a pensar en términos de polos opuestos, instituyeron modelos oposicionales como la lógica formal, el arte de la retórica, los debates públicos y el ágora que los auspiciaba. Ya en la Europa medieval, los monasterios masculinos y las subsiguientes escuelas catedráticas perpetuaron esta costumbre de polarización intelectual y la legaron a sus sucesoras, las primeras universidades occidentales de los siglos 12 y 13. El resultado ha sido un aspecto distintivo de la cultura de contienda, caracterizado por Hatcher (2002, 14-15) como un "seudo-diálogo improductivo entre... posiciones, en el cual la estrategia de cada parte ha sido atacar las debilidades más evidentes de la otra", lo cual a menudo ha "llevado a cada bando a asumir posturas exageradas y contraproducentes". Gearhart (1979, 179) lo llama la "retórica de la persuasión" de los "expositores/conquistadores" cuyo rol es el de la "conquista/conversión" y quienes

...se congratulan de ser hombres de raciocinio que han escogido el discurso civilizado sobre la hostilidad. Sin embargo... la diferencia entre una metáfora persuasiva y un ataque violento con artillería, es oscura y ciertamente más cuestión de grado que de tipo. Nuestro discurso racional, presumiblemente un gran avance respecto a la guerra y la barbarie, resulta ser en sí una forma sutil de la máxima de que el 'Poder otorga Derecho'. Los profesores de discurso y retórica han venido entrenando una calaña de especialistas adiestrados en los armamentos, capacitados en las maniobras emocionales, expertos en la logística intelectual.

Fue recién en el siglo 20, bajo influencias tan diversas como el feminismo, la física cuántica y la ecología, entre otras, que los supuestos subyacentes en estos modelos dicotómicos comenzaron a ser cuestionados y reemplazados por propuestas como la creación de conciencia, los procesos de consenso, los acuerdos de tipo ganar-ganar, la resolución alternativa de conflictos, la consulta mutua, la investigación cooperativa de Dewey y Habermas, el 'modelo dialógico' y la 'feminización de la retórica' de Gearhart, la 'retórica invitacional' de Foss y Griffen, etc. Quizás estas sean las semillas de una cultura académica que refleje y fortalezca entre los analistas del desarrollo el avance una perspectiva de mutualidad que haga posible explorar nuevos y desafiantes caminos hacia un verdadero desarrollo económico, social y humano. Foss y Griffen (1995, 5-6, 8) describen esta forma de diálogo no persuasivo como un proceso donde cada uno de los participantes

...aporta a la reflexión sobre un asunto de tal forma que todos obtengan un mayor entendimiento del tema y de sus sutilezas, riqueza y complejidad... una comprensión que engendra el aprecio, la valoración y un sentido de igualdad... No se trata de dominar al otro; el propósito es entender y apreciar su perspectiva en vez de denigrarla meramente por ser diferente... [Cada participante] aborda la interacción, no con la finalidad de convertir a los demás a su posición, sino de compartir lo que sabe, ampliar mutuamente sus ideas, pensar críticamente sobre los conceptos presentados y llegar a comprender tanto la temática como a los demás... [I]ndagan y acotan, no para exponer la simpleza o inexactitud de el punto de vista ofrecido, ni para establecerse como más poderosos o expertos que el expositor. Más bien, sus inquietudes y sugerencias están dirigidas a aprender más sobre las ideas de su interlocutor, comprenderlas más plenamente, nutrirlas y ofrecer maneras adicionales de pensar acerca de la cuestión para todos los involucrados en la interacción.

Una revolución estrechamente asociada se aprecia en la forma como se hacen los estudios sociales, que Casas (2002) denomina el "Modo 2", frente al paradigma tradicional de investigación ("Modo 1"). Se está pasando de las relaciones unidireccionales investigador-sujeto, a la participación de los mismos actores sociales en todo el proceso; de las metodologías lineales a la coproducción de conocimientos e interaprendizaje; de la 'torre de marfil' a un contexto de aplicación en el lugar de trabajo; de las estructuras jerárquicas y universales a las horizontales y heterogéneas; de servir los intereses institucionales y del financiero a priorizar las necesidades locales; de los productos clásicos académicos a la aplicación práctica e inmediata a la resolución de problemas reales; de la preocupación por el método y la validación académica al análisis de resultados concretos; de la transferencia unidireccional de tecnologías a la vinculación social e intercambio de conocimientos de todo tipo; del trabajo unidisciplinario a otro transdisciplinario; del relacionamiento al interior de las universidades a las redes entre diferentes actores, la generación de consensos y la conformación de puentes; de la desconfianza debido a supuestos de superioridad y dependencia al contacto estrecho, el intercambio horizontal y las relaciones informales y de confianza.

Se podría decir que un modelo de investigación social lineal, vertical, impositivo, cerrado, excluyente y elitista sería más apropiado dentro de un paradigma de agonismo y una cultura de contienda; y que un enfoque no lineal, horizontal, consensuado, abierto, incluyente y asequible sería mejor adaptado a un paradigma de mutualidad y una cultura de cooperación. También parecería la segunda alternativa más adecuada a la hora de interactuar con las bases, ya sea para aprender de ellas o trabajar por su desarrollo. El nacimiento del Modo 2 de investigación social no está libre de tensiones, las cuales lo restan reconocimiento institucional y restringe la actuación de quienes lo practican, tanto en el Tercer Mundo como en los países desarrollados. Pues algunos académicos se sienten amenazados por las nuevas prácticas, consideran que está "poniendo en juego la integridad de la empresa científica", que la investigación interactiva es pobre en la generación de aspectos teóricos y conceptuales. Muchos creen que el rol de la ciencia social debe ser la producción de análisis teóricos (función del pasado), mas no la resolución de problemas reales (función del futuro) y temen que ésta última acción se preste para la politización de sus intervenciones. Sin embargo, ¿qué otra ciencia se ha relegado en la práctica a un papel meramente descriptivo y analítico, sin relacionar sus descubrimientos con los asuntos pragmáticos de la vida? Y ¿qué científico social puede de buena conciencia observar con el 'distanciamiento objetivo' del positivismo cómo el mundo se derrumba a su alrededor así como la angustia creciente que esto produce en sus semejantes, sin prestar sus conocimientos y habilidades para ayudar en su rescate?

Una cosa ha quedado claro para mí en el proceso de preparar el presente ensayo, incluyendo la lectura de numerosos autores que no han encontrado cabida aquí. El pensamiento social en general y desarrollista en particular parece seguir un continuo en cuyos extremos se encuentran las dos culturas o paradigmas descritos por Fellman y Karlberg. En el un lado están quienes se mantienen en el convencimiento de que el antagonismo, el conflicto y la pugna de poderes son endémicas en toda sociedad humana y que incluso constituyen su sine qua non y su primer elemento de análisis. Están tan inmersos en la cultura de contienda, como el proverbial pez en el agua, que no parecen darse cuenta de que se trata de tan solo eso: una cultura más entre muchas posibles culturas. Aquellos autores que no han reconocido este hecho, o que reconociéndolo no lo han podido aceptar, describen la naturaleza de los conflictos, pero considerándolos naturales e inevitables, no proponen alternativas que no se basen en una mayor intensificación o institucionalización del mismo. Buscan soluciones dentro del mismo paradigma que generó el problema en primera instancia. En el otro extremo se encuentran aquellos autores que perciben el conflicto generalizado, no como algo natural en el hombre, sino como una enfermedad del cuerpo político o distorsión del espíritu humano, que lejos de ser aceptado, debe ser remediado con urgencia. Buscan alternativas que caen 'fuera del recuadro' y por hacerlo a menudo deben soportar duras críticas y burlas. Entre estos dos extremos se encuentra todo un movimiento masivo, cuya tendencia general parece ser en dirección del primero hacia el segundo, aunque es un proceso paulatino y repleto de traspiés y oposición. Esta observación la encuentro sumamente esperanzadora y refuerza estas palabras parafraseadas de Arthur Schopenhauer: Toda verdad pasa por tres etapas: primero es ridiculizada; después se la opone violentamente; y finalmente se la acepta como obvia.

Quisiera concluir este trabajo con una reflexión final que espero subraye el imperativo de avanzar rápidamente en la dirección propuesta aquí. Una de las dinámicas que caracterizan la contienda es su escalamiento: cada ofensa produce una respuesta intensificada, que a su vez produce una contra-ofensa aún mayor, etc. Hace falta poco esfuerzo para imaginar las consecuencias últimas a las que llevaría la continuación de una estrategia de desarrollo basado en un paradigma del agonismo o cultura de contienda. Bonfil (1982, 139) pronostica que si no se toman medidas apropiadas, los procesos sociales tomarán "caminos difíciles de predecir, pero que muy probablemente serán violentos". Asimismo Iturralde (1997, 83) observa que la relación entre los pueblos y los estados nacionales "está cargada de tensiones", que "estas tensiones van en aumento", que "van a seguir creciendo" y que si no se detiene a tiempo el espiral, pronto "podríamos asistir a enfrentamientos violentos y graves". A fin establecer un claro contraste con estas predicciones apocalípticas, preguntémonos: ¿Cuáles serían las últimas consecuencias del escalamiento desenfrenada de una cultura de la cooperación y la ayuda mutua? Si podemos imaginarlas, estamos en camino hacia la concepción de una utopía creadora de nuevas realidades.


BIBLIOGRAFÍA CITADA(3)


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Notas:

(1) Viene a la mente una escena en la película "Merlín", donde el mago y su entourage deciden no prestarle más atención a la bruja Mim, haciendo que ésta pierda sus poderes sobre ellos y se haga humo. Interesante artilugio para un mago, pero remedio improbable frente al sistema-mundo.

(2) Algunos autores ubican los inicios de esta tendencia en el siglo 17 con Hobbes y su percepción de la existencia humana como bellum omnium contra omnes, la guerra de todos contra todos.

(3) No dispongo de traducciones al castellano para los títulos en inglés, por lo que las citas correspondientes han sido traducidas provisionalmente por mi persona.

1 comentario:

naohill dijo...

tendre que revisar las citas y dedicarle algo de tiempo...
el planteamieno base es interesante (aunque me parece que por querer ser claro y directo peca de sencillo) ... la reestructuración es profunda y supone algo mas que un cambio de paradigma.

al fin y al cabo debe quedar resuelto.

especialmente me interesa la relación de la esfera estetica en este campo de juego, como distribuidora de los modelos y espacio intersubjetivo, en el cual deben de articularse dichos procesos.
puf

ya hablaremos de las implicaciones
espero poder dedicarte algo mas de tiempo y pasarte algun material

( a ver que es de ti en el 2009 ya hace tiempo de esta entrda)