martes, noviembre 20, 2012

¿Es Necesaria la Competición?

En Occidente, uno de los rasgos culturales predominantes es la competición, definida como una relación de oposición o rivalidad, en la cual dos o más personas intentan alcanzar un mismo objetivo de tal modo que si una parte gana, las demás necesariamente pierden. Este modelo ha llegado a plasmarse en la mayoría de las instituciones y prácticas de la sociedad moderna, incluidas las económicas, políticas, judiciales, educativas, deportivas, e inclusive las artes, la religión y las interacciones sociales cotidianas.


Bajo este esquema, los individuos e instituciones persiguen sus intereses mediante pugnas en las que “gana” el poseedor de mayor poder, recursos, o influencia. De este modo, los sistemas basados en la competición suelen generar grandes desigualdades e injusticias, ya que por lo general tienden a beneficiar más a quienes ya llevan la ventaja, dejando cada vez más atrás a quienes requieren de mayor apoyo para desarrollar un mínimo de su potencial humano, como se observa en la creciente brecha entre los ricos y pobres del mundo, tanto entre países como dentro de cada país.

En el actual sistema económico, mientras más dinero tenga una persona, más fácil le resulta aumentar sus ingresos; en cambio, mientras menos recursos tenga, más difícil es salir de la pobreza. El resultado es la actual situación, en la que menos del 15% de la humanidad controla más del 85% de los recursos del planeta. Estos extremos de riqueza y pobreza no sólo son fundamentalmente amorales, sino que también generan delincuencia, terrorismo e inestabilidad económica.

A pesar de sus graves problemas inherentes, todavía perdura la creencia de que la competición es inevitable, un rasgo necesario de la vida humana. Después de todo, ¿en dónde se ha visto una sociedad carente de ella? Sin embargo, del mismo modo se podría preguntar: ¿En qué cultura no existe la cooperación? De hecho, ésta ha predominado y posibilitado la cohesión y el progreso, aun en las sociedades más antagónicas. Incluso, los antropólogos indican que, históricamente la mayoría de culturas del mundo han fomentado la cooperación y desalentado la competición. La preponderancia de la competición o de la cooperación en una cultura determinada depende, no de algo inherente en el ser humano, sino más bien de la educación, socialización y culturización de sus miembros.

Un argumento común en defensa de la competición como principio organizativo de la sociedad es que supuestamente aumenta el rendimiento. El hecho es, sin embargo, que motiva únicamente al 5% más aventajado, mientras que desmotiva al 95% restante, que no tiene ninguna oportunidad de “ganar”. Numerosas investigaciones han demostrado que la forma más productiva de trabajo es la cooperación en equipos, seguido por el trabajo independiente, siendo la menos productiva la competición con otros. Esto se debe en parte a la tensión producida por la necesidad de vencerle al otro, la cual es desgastante y distrae del esfuerzo por desempeñarse con excelencia.

Muchos erróneamente asocian la competición con la excelencia. Sin embargo, numerosas investigaciones han demostrado que la excelencia se logra mejor mediante motivaciones “intrínsecas” (como la vocación de servicio y el amor a la excelencia), las cuales se disminuyen cuando existen motivadores “extrínsecos” (como el dinero, los galardones y el prestigio). La competición, siendo motivador extrínseco (cuyo premio es ganar), es de limitada eficacia y acaba disminuyendo la motivación intrínseca. En cambio, la cooperación genera varios motivadores intrínsecos, entre ellos el placer del éxito compartido, la satisfacción de cultivar relaciones positivas con otros y el sentido de responsabilidad hacia los demás miembros de un equipo interdependiente. Por tanto, la verdadera excelencia es fomentada mediante la cooperación y perjudicada por la competición.

Otro argumento que con frecuencia se plantea a favor de la competición, es que resulta “más divertida”, pero esto nos obliga a preguntar: ¿más divertida que qué? Si se responde que es más entretenida que no hacer nada, tal vez. Si es más recreacional que las actividades meramente lúdicas, realizadas por el puro deleite de hacerlas, sin reglas ni contrincantes, esto depende de cada individuo. Pero si la respuesta es que resulta más divertida que el trabajo en equipo y el juego cooperativo, numerosas investigaciones han demostrado lo contrario.

Por ejemplo, los deportes cooperativos han sido descritos por la mayoría de encuestados como más divertidos y satisfactorios que los competitivos, ya que ofrecen todas las ventajas de éstos y más, sin ninguna de sus desventajas. Poseen reglas que exigen disciplina, ofrecen el mismo nivel de ejercicio y de esfuerzo físico y mental sin el estrés negativo, son igualmente absorbentes sin la tensión por vencerle al otro, promueven el trabajo en equipo y la socialización con el doble de personas (ambos equipos), y brindan a todos los participantes el gusto de la victoria en vez de permitir que sólo algunos ganen. Además, promueven una cultura de cooperación, que suele transferirse con el tiempo a otros aspectos de la vida como el entorno laboral.

Finalmente, hay quienes defienden la competición bajo el supuesto de que forma el carácter, entendido éste como un estado psicológico saludable, caracterizado por la autoconfianza y autoestima, una personalidad estable y madura, y el cultivo de ciertas virtudes humanas. Sin embargo, cuantiosos estudios científicos han revelado que la competición obra en desmedro de la autoestima, la estabilidad e incluso la virtud. El tratar de derrotarle a otro no fortalece la autoconfianza, sino que la disminuye en un ciclo vicioso y adictivo, como se ilustra en el gráfico. Las personas suelen equiparar el hecho de perder con el ser perdedor, lo cual socava su autoevaluación positiva, profundiza su autocrítica negativa y les predispone a esperar y anticipar más fracasos.

Estas actitudes a su vez pueden llevar a la envidia y sed de venganza, lo cual carcome la personalidad y las relaciones sociales, volviendo al competidor amargado, malhumorado, desagradable y antipático. En consecuencia, a menudo estas personas sucumben a la tentación de emplear estrategias de competición antiéticas como la mentira, el engaño, las trampas, el robo y “serrucharles el piso” a los demás, con tal de vencerles.

Una persona psicológicamente estable y segura de sí misma no necesita de la competición para probarse a sí mismo y demostrar su valor ante los demás. Más bien, el tener que competir para ser exitoso tiende a carcomer su sentido de bienestar emocional. La cooperación, en cambio, fomenta la recuperación de la salud mental y elimina la necesidad de recurrir al fraude para poder avanzar. Además, ayuda en el desarrollo de aquellas destrezas sociales esenciales en la vida, como el saber compartir, la tolerancia y aprecio por las diferencias, y el trabajo en equipo, que preparan a las personas para convivir en un entorno tanto familiar como laboral.

Ante la bancarrota de la competición como eje social, han surgido numerosas propuestas alternativas basadas en las relaciones de tipo “ganar–ganar”, en las que el logro de cada una de las partes no menoscaba las posibilidades de los demás, sino que más bien aumenta sus oportunidades de éxito. Estos sistemas incluyen innovadores enfoques económicos y políticos, formas de liderazgo más horizontales, el trabajo en equipo, el ecumenismo religioso, el aprendizaje cooperativo, los juegos cooperativos, y muchos más. Mediante el programa de Liderazgo Moral, aprenderemos a tornar cada vez más cooperativas no sólo nuestras relaciones interpersonales sino también las estructuras sociales en las cuales participamos.[i]

Referencias:

[i]. Para conocer mayores detalles sobre el tema de la competición versus la cooperación, véase el libro: “No Contest – The Case against Competition. Why we Lose in our Race to Win” por Alfie Kohn. Nueva York: Houghton Mifflin, 1992.



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