martes, noviembre 20, 2012

Modelos Mentales Divisionistas

Otro modelo mental tradicional de la sociedad humana es el divisionista. Está íntimamente relacionado con el concepto del hombre como naturalmente egoísta y competitivo, considerando a la humanidad como una colección de diversos grupos, cada uno con sus propios intereses, en constante pugna entre sí. A continuación conoceremos de qué manera se ha formado este modelo mental y qué efectos ha tenido en forjar el mundo tal y como lo conocemos.

a. Identidad, Proyección y Satanización

Una de las necesidades más fundamentales de todo ser humano es la de tener una identidad positiva. En el afán de desarrollarla, tendemos a emplear diversas estrategias para “mejorar” nuestra autoimagen sin necesidad de cambiar y convencernos que estamos bien. Una manera positiva de lograr esto es identificarnos con un grupo al cual atribuimos características favorables, sea éste nuestra familia, comunidad, raza, etnia, género, religión, u organización. En este caso, sé que soy una persona “buena” porque formo parte de un colectivo que tiene una identidad positiva la cual, por asociación, también me pertenece a mí.

Sin embargo, a veces las personas optan por diferenciarse de otros grupos, a los cuales atribuyen características negativas o “malas”, a fin de contrastarlo con su propia “bondad” sin necesidad de cambiar. Esto da lugar a dos dinámicas psicológicas llamadas “proyección” y “satanización”. Mediante la proyección, atribuimos a los demás ciertas características indeseables que no deseamos reconocer en nosotros mismos como individuos o como grupo. Esto permite atacar esos defectos en el “otro” en vez de afrontarlos en nosotros mismos.

Es una doble estrategia que sirve para mantener intacta una autoimagen “buena” mediante la exteriorización de las falencias, a la vez que exagera las bondades de la propia identidad al magnificar los defectos del “otro”. Estas tácticas pueden ser llevadas al extremo de convertir al “otro” en enemigo mediante su satanización. Esto nos permite atacar o hasta matar a ese “otro”, sin sentirnos culpables y así afectar nuestra identidad “buena”, la cual incluso se refuerza al ser victoriosos y convencernos de que el “bien” ha vencido al “mal”.

Otra estrategia para mejorar nuestra autoimagen sin necesidad de cambiar, es la ‘beatificación’, el ‘endiosamiento’, o la búsqueda de un héroe. En este caso optamos por designar – preferiblemente dentro de nuestro mismo grupo – a una persona, entidad, o incluso personaje ficticio, en quien depositamos todas aquellas cualidades positivas que consideramos que nos faltan, y así adquirirlas por asociación. De este modo, nos podemos identificar con un santo o héroe sin necesidad de esforzarnos por llegar a ser como él o ella. Por ejemplo, admiramos a Gandhi y la Madre Teresa, pero ante la posibilidad de realizar un acto desinteresado, siempre podemos exalamar: “¿Qué quieren que haga? ¡Yo no soy la Madre Teresa!”

La necesidad fundamental de una identidad positiva es común a todo ser humano, pero los mecanismos para lograrla pueden variar. En vez de utilizar la proyección o satanización que conducen a una autoimagen positiva ficticia, podemos profundizar nuestro autoconocimiento y desarrollar una aceptación incondicional de nosotros mismos tal y como estamos, con nuestras fortalezas y debilidades, del mismo modo como amamos a un niño y aceptamos su condición inmadura, a la vez que albergamos esperanzas de su maduración y crecimiento.

Al tener esta actitud hacia nosotros mismos, nos resulta más fácil desarrollarla hacia otros mediante la empatía, desarrollando la capacidad de ponernos en el lugar del otro, sentir lo que siente, ver el mundo a través de sus ojos y aceptarlo tal y como está, con todos sus defectos y virtudes, sin necesidad de exagerar ni éstas ni aquellos. A la vez, podemos conscientemente dedicarnos al desarrollo de nuestras capacidades, lo cual aporta a nuestro sentido de autorrealización. Esto no sólo implica “aprender”, sino tener el valor de intentar “aplicar lo aprendido”, aun si tememos no poder hacerlo bien. De hecho, seguir adelante a pesar del temor es uno de los secretos de la autorrealización. También podemos descubrir la satisfacción que viene del servicio desinteresado, de olvidarnos de nosotros mismos en el proceso de ayudarle a otra persona, o de consagrarnos al logro de un ideal.

Cuando desarrollamos estas fuentes auténticas de una autoimagen positiva, sabremos que todos estamos juntos en un camino de aprendizaje, maduración y superación, y que no es necesario rebajar a los unos para glorificar a los otros, sino ayudarnos entre todos a avanzar hacia nuestros objetivos comunes.

b. El Caso del Racismo

Un área en la que con frecuencia se observa la proyección y satanización, es el racismo, que ha sido muy común en el pasado y aún perdura en la actualidad. La concepción racista mantiene que las características, capacidades y valor de un ser humano son determinados por su raza. Aduce que las diferencias raciales se deben a una evolución diferenciada, la cual ha otorgado a unas mayores dotes intelectuales y físicos que a otras, produciendo una superioridad inherente de una raza sobre otra.

Por tanto, cuando una persona se cree parte de un grupo racial inherentemente superior o inferior a otro, debido a circunstancias incontrolables de su nacimiento, se dice que tiene un modelo mental racista. Con frecuencia quienes se consideran superiores suponen que los miembros de la raza inferior existen para servirles y relevarles de tareas laboriosas, por lo que les resulta difícil desarrollar una actitud de servicio hacia ellos. Puesto que cree que la inferioridad del otro es determinada genéticamente, les es difícil creer en el potencial inherente del otro, y si le ayudan a desarrollar sus capacidades, a menudo será con un grado de condescendencia.

Cuando los de la “raza inferior” desarrollan sus propias capacidades, el racista puede sentir que han olvidado “su lugar” o “quienes son” y reaccionar con temor, resentimiento u odio. Le resulta fácil justificar el hecho de otorgar privilegios especiales a quienes percibe como superiores y negarlos a los que, creyéndoles inferiores, considera que no los merecen. Inclusive puede privarles de sus derechos humanos fundamentales. De este modo, el racismo erosiona los valores fundamentales de la justicia, unidad y solidaridad.

Por su parte, una persona que ha internalizado un autoconcepto de inferioridad, puede dudar de sus propias capacidades, por lo que le puede costar desarrollarlas. Puesto que probablemente asocia el servicio con la servidumbre y la humillación, le puede resultar difícil desarrollar un espíritu de servicio motivado por el amor. A menudo albergará sentimientos de desconfianza, resentimiento y/u odio hacia el grupo dominante. Por justificados que puedan ser estos sentimientos, interfieren con el desarrollo de actitudes más positivas y sanas, e impiden el progreso hacia una sociedad basada en la unidad y justicia.

Aun más dañinas que sus efectos en los individuos, han sido las consecuencias del racismo en la sociedad, ya que ha sido la principal causa de la esclavitud, de innumerables guerras y de programas sistemáticos de genocidio. Aun cuando no llega a tales extremos, a menudo es causa de una discriminación estructural y sistemática.

En algunos países, el modelo racista ha sido perpetuado de manera oculta a través de la estructura de las clases sociales. Aunque una sociedad no admita sus actitudes racistas, al examinar el porcentaje de cada raza que pertenece a cada clase social, se descubre que la división entre ricos y pobres está fuertemente correlacionada con el color o la casta de la persona. Si el modelo mental de un individuo es racista, aunque sea inconscientemente, tenderá a privilegiar a personas de la raza favorecida y a discriminar contra la raza que considera inferior.

Este modelo mental del ser humano contradice directamente la “unidad de la raza humana”, un principio fundamental de la edad en que vivimos y una verdad que confirman todas las ciencias. La antropología, fisiología y psicología reconocen una única especie humana, aunque infinitamente variada en los aspectos secundarios de la vida.

c. Uniformidad vs. Diversidad


Una de las objeciones que a menudo se escuchan al hablar de la unidad de la raza humana, es que tal unificación es imposible debido a la gran diversidad de los pueblos del mundo. Este argumento obedece a un modelo mental que confunde la unidad con la uniformidad y la diversidad con la división.

Para comprender el origen de este error conceptual, resulta útil diferenciar tres etapas generales en la evolución de una sociedad. El primero es la unidad en uniformidad, en la cual la integridad social se mantiene al tener una misma forma de pensar y actuar. El segundo es la división en diversidad, en la cual surgían diferentes facciones que luchaban por romper los esquemas y promover su propia identidad e individualidad. La etapa a la que debe entrar ahora la humanidad es la unidad en diversidad, en la cual la rica diversidad humana es preservada y coordinada bajo principios unificadores.

Los primeros dos modelos, históricamente predominantes, resultaron en situaciones conflictivas. En la unidad en uniformidad, el conformismo suele ser impuesto desde arriba y sólo es posible pertenecer a una sociedad si se ajusta a su molde. En la división en diversidad, a su vez, cualquier diferencia resulta en la separación del pueblo en clases, partidos, sectas, facciones y la pugna constante entre ellos, por lo que la sociedad es destrozada por el divisionismo. En cambio, la paz es el resultado de esforzarnos por conformar nuestra manera de pensar, actuar y organizarnos según en el principio de la unidad en diversidad de etnias y culturas, religiones e ideologías, sistemas políticos y económicos.

El mundo que nos rodea ofrece abundantes ejemplos de este principio en acción. El cuerpo humano es el organismo biológico más altamente diferenciado y especializado que se conoce, pese a lo cual todas sus partes, órganos y sistemas funcionan en perfecta consonancia cuando goza de plena salud. Una bella música se logra mediante la combinación armoniosa de gran número de instrumentos, matices, ritmos, notas, acordes y progresiones. En un ecosistema, la unidad en diversidad es esencial para garantizar la el bienestar de las especies; y en el sistema económico es necesario para mantener la estabilidad del mercado. En la política, el sistema federal respeta la autonomía local mientras regula las relaciones entre los estados y otras instancias.

En un mundo unido, la unidad buscada no implica una uniformidad impuesta, ni la diversidad tan valorada debe necesariamente llevar al divisionismo. Estos dos aspectos comunes en la cultura de conflicto deben dar lugar a una unidad en diversidad que preserve y cultive la riqueza inherente en la pluralidad a la vez que integra y coordina los diversos elementos en el concierto de la humanidad.

d. Temor a Perder la Identidad


El marco conceptual de la unidad de la humanidad va mucho más allá de una mera creencia en que todos somos hermanos. Requiere la reestructuración del orden social en una sola mancomunidad planetaria, en la que todos nos consideremos ciudadanos del mundo, a la vez que seguimos perteneciendo a nuestro propio pueblo y nación. Se suele objetar esta posibilidad aduciendo que tal mancomunidad mundial es imposible por que carecería de identidad, o que es indeseable por que haría que los diversos pueblos del mundo pierdan su identidad. El politólogo Arash Abizadeh ha realizado un análisis crítico de los argumentos empleados para defender esta idea,[i] del cual resumiremos algunos de sus principales elementos a continuación.

Se plantea que el ser humano adquiere su sentido de identidad en contraste con un “otro” diferente a él. Es decir, nos damos cuenta de lo que somos por oposición a lo que no somos. En el caso de las familias, comunidades y naciones, siempre hay otra familia, comunidad, o nación frente a la cual diferenciarse. Sin embargo, en caso de establecerse una sola mancomunidad mundial, se objeta que una humanidad unida ya no tendría un “otro” contra el cual contrastarse, por lo que carecería de identidad propia. Se teme además que la unificación sociopolítica de la raza humana fundiría a todos los “otros” en uno solo, resultando en la pérdida de la identidad de cada miembro.

Estos argumentos padecen de varios errores graves. En primer lugar, psicólogos evolutivos como Eric Ericsson han demostrado que nuestro sentido de identidad depende más de aquello que nos asemeja a otros que de aquello que nos diferencia. Es decir, nos identificamos más con un grupo del cual formamos parte, que en contra de un “otro” externo al grupo. El infante se identifica con su madre hasta darse cuenta de que los dos son miembros de una familia, con la cual se identifica hasta observar que ésta forma parte de una comunidad más grande, la cual enriquece su identidad hasta percatarse de qué ella es componente de su ciudad, provincia, país, continente y, finalmente, el mundo. A medida que se amplía el círculo de nuestra identidad, vamos alcanzando nuevas cotas en nuestra maduración moral o social y se va perfeccionando nuestro sentido de identidad. El negarnos a expandirlo al siguiente ámbito social, significaría quedar truncado en nuestro desarrollo.

En segundo lugar, aún si fuera cierto que la identidad del individuo se forjara en oposición a un “otro”, es una falencia lógica suponer que lo mismo se aplica automáticamente a la identidad de una colectividad humana. Aquellas teorías psicológicas que se emplean para comprenderle al individuo, no necesariamente sirven para explicar cómo funciona la sociedad, ya que ésta es más que la suma de sus miembros individuales. No hay ninguna investigación en las ciencias sociales que demuestre que la identidad de un pueblo requiera de su contraste u oposición a otro pueblo desemejante, por lo que se basa en meras conjeturas y especulaciones.

En tercer lugar, supongamos por un momento que la identidad de un pueblo sí dependiera de su contraste u oposición con otro. Aún así, no hay ningún motivo lógico por el que ese “otro” pueblo deba estar físicamente presente en el mismo tiempo y lugar, ni que exista fuera de la imaginación de sus miembros. Una humanidad unida podría basar su sentido de identidad en el contraste con su pasado de división y conflicto para decir “ya no somos eso”. Alternativamente, podría compararse con las numerosas comunidades de plantas o animales, frente a las cuales encontraría grandes diferencias. Por último, la creatividad artística puede constituir una rica fuente de pueblos ficticios con los cuales nos podríamos contrastar, incluyendo la posibilidad de plantear la existencia de razas extraterrestres en otros planetas.

En suma, la ciencia no ofrece ninguna evidencia fehaciente por la que una mancomunidad mundial no pueda lograr un nuevo sentido de identidad como una sola humanidad que habita un hogar común cuyas fronteras son las del planeta mismo. Lo importante es satisfacer la necesidad humana fundamental de una autoimagen positiva. Es el rechazo, las críticas lesivas, el maltrato, la exclusión y la pugna, lo que resulta en la pérdida de identidad positiva, no la inclusión y acogida favorable en una relación de mutualidad.

Referencia:

[i]. Arash Abizadeh. “Does Collective Identity Presuppose an Other? On the Alleged Incoherence of Global Solidarity.” American Political Science Review, 99 (1), 2005, pp. 45-60.




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